miércoles, 31 de agosto de 2016

Opinión / En busca de la “ciudad amable”. Por: Adriana Mercedes Marín Pinilla

Tanto las pequeñas como las grandes ciudades del mundo están trabajando alrededor de un nombre que se conoce como “ciudad amable” y que busca que las administraciones abran un nuevo camino en las políticas de intervención en el espacio público.

En Colombia, los municipios deben guiarse bajo los parámetros de un Plan de Ordenamiento Territorial, pero al diseñarlos se olvidan de cosas como generar nuevos puntos de encuentro ciudadano y de restarle espacio a los carros para otorgar mayor protagonismo al peatón.

Pereira, a diferencia de ciudades como Medellín o Bogotá, desde hace algunos años viene convirtiéndose en una ciudad fría, donde predomina mucho ladrillo y poco espacio público como grandes parques o zonas verdes seguras. Les confieso que cuando voy a Bogotá disfruto mucho porque tengo a pocas cuadras zonas dónde salir a trotar, sobre todo cuando estoy allí con mi peludo. En cambio, en la Capital del Eje, debo contentarme con salir a correr bajo el duro asfalto y, en aquellos lugares donde existen rutas ecológicas, estas son privadas y no dejan que ingresemos con nuestras mascotas.

Cada día perdemos espacios saludables, zonas que nos permitan disfrutar; y los pocos parques se convirtieron en áreas inseguras. Pereira no es la ciudad amable que muchos quisiéramos. Eso está demostrado en estudios como en “Pereira cómo vamos”, el cual señala que en el área urbana tenemos 22.868 árboles; eso equivale a un árbol por cada 18 habitantes. Lo ideal sería un árbol por cada 3 pobladores.

El mejor regalo que Pereira pueda recibir en sus 153 años de fundación es empezar a dar pasos para convertirla en una ciudad amable. Que el Gobierno de Juan Pablo Gallo sea consecuente con su campaña y aproveche espacios como el área donde se encuentra el Batallón para hacer de este el pulmón verde de nuestra capital, algo así como un Central Park en Nueva York, y que no sea un negocio millonario para unos pocos empresarios.

Foto tomada de: Pereira la Llevo puesta, Edwind Laverde 

domingo, 28 de agosto de 2016

EDITORIAL / Verde desteñido

Toda ciudad tiene múltiples herramientas de planeación y ordenamiento para pensarse a futuro. Unas se ajustan mucho a los intereses de cada administración, entre ellas el Plan de Desarrollo que cada alcalde propone como su bitácora particular. Otra, de más de largo aliento, es el Plan de Ordenamiento Territorial (POT).

Mediante el Acuerdo 28 de 2015 Pereira aprobó su POT hasta el 2027. Pero su vigencia fue efímera, pues en abril de este año un juez ordenó su suspensión porque se aceptó una demanda en su contra debido a vicios de trámite. La suspensión continúa y la ciudad está al garete en ese punto, aunque el Alcalde Gallo presentó de nuevo el mismo POT,  a pesar de su promesa inicial de una reformulación del mismo.

Varias personas que conocen del tema han afirmado que el POT aprobado y luego suspendido, en esencia, tiene bondades dentro de sus lineamientos, lo que indica el trabajo concienzudo que se realizó, a pesar de los altibajos y situaciones que se dieron durante su trazado (no olvidemos las renuncias y remplazos de última hora de algunos de quienes pensaron el POT aprobado). Tampoco han de faltar los lunares, pero allí estaba.

Lo de fondo es que, con POT o sin él, Pereira pareciera no seguir en la práctica una ruta inteligente de desarrollo como ciudad. Prevalecen las mecánicas de improvisación, de cambios o interpretaciones amañadas, más los infaltables intereses particulares que se imponen a lo público, han convertido el desarrollo de la ciudad en un caos en cuanto a infraestructura.

Un ejemplo claro es la polémica alrededor del traslado del batallón San Mateo y el uso posterior de ese espacio, donde todo apunta a que primará el beneficio de particulares –entre ellos pereiranos con cargos del nivel nacional–. Según denuncia del colectivo Espacio y Ciudad, solo 17 por ciento del total de esa área se usaría de manera efectiva como zona verde. Setenta por ciento sería para uso de constructores que ganarían de entrada 300 por ciento de plusvalía, pues al cambiar el uso del suelo el costo del metro cuadrado se triplicará. El resto se usaría en obras públicas.

Hay que garantizar el derecho a una ambiente saludable, mucho más en una ciudad que tiene el deshonroso título de ser una de las más pobres en la relación metros de área verde por habitante. Apenas ofrecemos 3 metros cuadrados por habitante, cuando lo mínimo sería entre 10 y 15, según la Organización Mundial de la Salud.


Las ciudades deben crecer, ofrecer viviendas y obras de infraestructura que mejoren la oferta de alojamiento y calidad de vida para sus habitantes, pero es inmoral e ilegal dejar a un lado lo público para atender de manera prioritaria lo privado. En este aspecto, Pereira se está ahogando entre el concreto y el cemento.















Foto tomada de: El tiempo 

viernes, 26 de agosto de 2016

Opinión / LAS FIESTAS COMO “DETENCIÓN “ DEL TIEMPO. Por: Alberto Antonio Verón Ospina

Confieso que evitó las fiestas de  Pereira. Salvo los esfuerzos realizados por los gestores culturales  para que estas sean un lugar de presencia cultural, nuestras “fiestas de la cosecha”  me han parecido históricamente algo bastante alejadas de mí personal sensibilidad.

Pero como los esfuerzos por alegrar un poco la vida de una ciudad asediada por el ruido, los pequeños embotellamientos, los diarios  “trancones” debe ser algo que se valore en perspectiva más justa, habrá entonces que entrar a mirar,  de manera rápida, distintos aspectos, y la única manera que poseo es recurriendo a algunas imágenes que guardo en la memoria:

Por allá en los años ochenta un alcalde invitó a algunas “garotas” del  Carnaval del Río. La leyenda dice que eran “travestis” –algo que jamás nunca se pudo confirmar- pero lo cierto es que recuerdo cientos de desarrapados, humildes de la calle, simples  curiosos extasiados, persiguiendo los saludables glúteos  de las bailarinas que viajaban por la carrera séptima, subidas en un carruaje.

También  durante las noches de agosto, hace muchos años ya, los parques de los barrios se  iluminaron con fiestas. El barrio Galán, Corocito, Berlín, San Fernando tenían su fiesta propia. Su reinado, su caseta. La gente  atravesaba la noche de barrio en barrio. Ese tipo de verbena barrial concluyó con la agudización del conflicto armado en Colombia y así las fiestas pasaron a convertirse en algo más y más privado.

En los últimos 15 años, con el proceso de transformación del centro de Pereira, con la celebración de los 150 años de la ciudad, se ha buscado conectar en parte la cultura, el turismo, la festividad en un solo paquete. Se han traído artistas populares, comerciales, conocidos nacionalmente, se han realizado exposiciones, teatro callejero, música. La pregunta que uno se podría hacer, es si los vientos de agosto han traído algo distinto de lo que pasa durante el resto del año. 

En términos históricos y antropológicos las fiestas son una especie de “detención del tiempo”, una posibilidad que el cuerpo social de la ciudad se confunda, se integre y atraiga a gentes de otras regiones. Si la respuesta es afirmativa uno podría pensar que las festividades  han tenido alguna trascendencia de colectivo y de grupo; sino lo único que podemos señalar es que la idea de “Pereira es una fiesta” o de “Fiestas de la cosecha” tendrá que seguirse revisando.


Adenda

La nuestra es una ciudad que desesperadamente busca la identidad. Padece el síndrome de aquellas comunidades  que todavía no saben quienes son. Las  fiestas serán siempre una  oportunidad de auto-reconocimiento.


Foto tomada del Diario Agosto de 1934

miércoles, 24 de agosto de 2016

Opinión / La madurez que le falta a Pereira en sus fiestas. Por: Adriana Mercedes Marín Pinilla.

La palabra “fiesta” es indicativa de una reunión de personas en un lugar para divertirse o celebrar un acontecimiento especial. Por lo general, cada pueblo o ciudad le da un nombre para posicionar las festividades. En Colombia son famosos el Carnaval de Blancos y Negros, el Carnaval de Barranquilla o la Feria de Manizales, por nombrar en el último caso el punto geográfico más cerca a Pereira.

En el caso de Pereira, nuestra ciudad se esfuerza por destacarse con sus fiestas a nivel nacional sin lograr calar. Quizás, porque carece de una identidad propia. Y cuando el nombre de “Fiestas de la Cosecha”  se había posicionado en algunos sectores de Colombia, este año se reemplazó por “Pereira es una fiesta”. Volvemos a quedar sin identidad. Sin ese sello personal que deberíamos tener. Porque el próximo gobernante va a darle su nombre acorde con su slogan de gobierno por recomendación de sus asesores.

A esto se suma que no le dedicamos el tiempo necesario para prepararlas y volvemos a caer en los mismos espectáculos normales de todas las fiestas que se realizan no sólo en nuestro país, sino a nivel mundial y que se resume en: trago, comida y baile.

Sólo participé en dos actividades que me llamaron la atención. La primera, el Safari Nocturno que organizó Ukumari. Fue una experiencia gratamente sorprendente. Lástima que sigamos pensando en pequeño y no veamos la grandeza de parque que tenemos en nuestras manos. Si se le diera esa magnitud, seguramente atraería muchos turistas. Pero, lamentablemente los mismos habitantes de Pereira le damos ese valor. Les confieso que me sentí como en un parque de Disney, sólo faltó el espectáculo de luces que diariamente realizan en estos lugares.

El otro evento que me encantó fue el concierto de Carlos Vives, Pipe Bueno y nuestra agrupación Alkilados. Un hermoso regalo. Un punto negro, la empresa encargada de la operatividad del concierto le faltó una mejor organización en el sentido de haber dispuesto un lugar para los medios porque en últimas son los periodistas quienes se encargan de difundirlas o que los chicos encargados de ubicar a las personas tuvieran claro cómo hacerlo.


La moraleja de “Pereira es una fiesta” es: la ciudad realiza algunos eventos bonitos, pero todavía le falta madurez para darle a las fiestas de agosto una identidad que atraiga público del resto del país y del exterior.

martes, 23 de agosto de 2016

Opinion / Más cemento y menos naturaleza. Por: Alberto Antonio Verón Ospina

La idea de progreso, así como el esfuerzo por levantar construcciones de cemento sobre la tierra, es algo que parece arrobar la conciencia y los bolsillos de los dueños de nuestras ciudades. Pero quien paga los costos de esa idea de progreso, son esos otros compañeros nuestros en el planeta, aquellos que no hablan pero que sienten: la tierra misma el resto de los animales, los árboles, las corrientes subterráneas de agua. Todo ese micro- gran mundo se ve afectado. ¿Quién reclama por esas víctimas? Evoco la mirada de las ardillas, los ratones de monte, que se encontraron de súbito con hombres y máquinas que han invadido su universo.

Desde sus inicios la calle 14 fue pensada como una de las zonas con mayor potencial para el Progreso . Transitarla lleva a comprender el proceso de transformación histórica cuando se contemplan las últimas fachadas de bahareque sobre la carrera cuarta o quinta, como pequeñas huellas de la ciudad del bambuco y los paseos nocturnos; ese pedazo de cultura popular que sobrevive alrededor del Parque de la Libertad, con sus jubilados, desempleados, hombres y mujeres del rebusque de todo tipo.

Al pasar por el almacén Éxito, al cruzar el puente de la calle 14, es como si todo ese ahogo y ese atafago de la vieja Pereira que todavía sobrevive, empezara a cambiar, por una promesa de progreso que paradójicamente se posterga en los constantes embotellamientos que conducen hasta el barrio de Los álamos.

La Universidad Tecnológica de Pereira era en otros tiempos el fin de la ciudad. Allí ha crecido la comunidad académica de mayor desarrollo en la región. Pero los últimos 13 años han visto multiplicarse el número de estudiantes, de profesores de contrato, de contratistas, de nuevas actividades que florecen alrededor de la universidad, de cientos de automóviles y motocicletas que hacen fila para entrar a los parqueaderos. Ese crecimiento se ha pagado con el morder pedazos, nichos ecológicos de la hacienda La Julita. Tal vez la imagen más contundente de esa fiebre del progreso es la de una familia de zorros que, cruzan la calle, aterrados, desplazados por las máquinas que invadieron su espacio para urbanizar. ¿A quien les importan estos

seres? ¿A que bosque huyeron?.

Fotografia: Alejandro Alvarez Henao 2012