domingo, 3 de julio de 2016

Opinion / Caimalito. Por: Carlos Victoria

Que no son desplazados. Que son invasores. Que son desadaptados. Que son esto y lo otro. Que vinieron de La Virginia. Que de Viterbo. Que de aquí y de allá. Que levantaron ranchos. Que se tomaron predios del estado y terrenos privados. Que les tumbaron los ranchos. Que uno perdió uno ojo. Que al otro día regresaron. Que no tienen para dónde irse. Que no tienen con qué pagar un arriendo.

Tantos ques y pocos por qués. Un por qué cuya respuesta se oculta en el trasfondo histórico de las profundas desigualdades sociales y económicas de las cuales está hecha Colombia. Como ayer los funcionarios de turno salieron a los medios a tratar el asunto como un problema de orden público. Así se tramita la historia social de un conflicto que se reitera. Que no desaparece. Que regresa del pasado como un fantasma incólume.
 Olvidamos que Caimalito, como otros tantos asentamientos cercanos,  es el resultado del impacto histórico del Pacto de Chicoral. Acuerdo de gobierno y terratenientes para truncar uno de los tantos intentos de reforma agraria. A cambio de repartición de tierras estas se concentraron aún más en los alrededores de La Virginia. Surgió un ingenio azucarero con la promesa de generar miles de empleos. Ese fue el cambalache de los grandes propietarios con Pastrana presidente. Y por supuesto: llegaron cientos de brazos a trabajar en los cultivos de caña.

No hubo trabajo para tanta gente ni viviendas en donde vivir. Como en la década de los sesenta, tanto en Pereira como en La Virginia, campesinos hambrientos y expulsados por la violencia invadieron haciendas y luego las franjas del moribundo ferrocarril. Nació Puerto Caldas, más tarde Nacederos, Esperanza Galicia y Caimalito en la década de los setenta. Lo mismo que hoy:  también apareció el estado colombiano pero con un bolillo en la mano. No pudieron. Llegaron los políticos y lo que era una amenaza se transformó en fortines electorales.

Ya no eran locomotoras y vagones los que recorrían dichos tramos, sino la miseria de gentes que deambulan de un lado a otro en pos de una teja, una manguera de plástico o un jornal. “Bombón político” para los gamonales regionales.  Pero ojo: la larga duración de los pobres del campo  cambió de escenario. Del perímetro de los hacendados a las periferias deshabitadas de las ciudades. La gran propiedad rural siguió concentrada, mientras la pobreza rural se volcaba a las calles de las ciudades donde también comenzaron a estorbar. Las limpiezas sociales fueron la nota macabra.



Desde entonces invadir era resistir, tal como también ocurrió al sur occidente de Pereira que vio emerger el barrio Cuba bajo el sello del “patriarcado democrático”. Los gases lacrimógenos lanzados por el Esmad solo son una cortina de humo ardiente en los ojos para ocultar un conflicto resuelto. ¿Cuál posconflicto me pregunto?

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