En una pared del centro de Pereira, carrera quinta con calle veinte
esquina, sobre un almacén de trajes de bodas, el mural de la joven indígena
encendió mis esperanzas de una comprensión de las razones históricas de la
guerra en Colombia. Entre tantas mercancías, de anuncios publicitarios y
autobuses que contaminan la carrera quinta, esa belleza étnica iluminó la calle
y me recordó la hermosa sencillez de lo ancestral.
No considero que una imagen valga más que mil palabras. Esa
apreciación resulta estúpida, pero la imagen de esa muchacha con marcados
rasgos indígenas en pleno centro de la ciudad, emergiendo entre la
contaminación, del exaltado desfile de transeúntes, me recuerda que hay una
memoria indígena viva, vigente pero ausente
de la mayor parte de los
escenarios de la vida urbana. Una memoria con la cual se encontraron Pizarro
y Robledo en el siglo XVI y que
en el presente se levanta y sale a las carreteras en forma de “Minga”.
Pereira se reclama mestiza, se reclama antioqueña, se reclama
ciudad de migrantes, de arrieros, de comerciantes; pero el único lugar
que tenemos destinado a los indígenas son las calles donde se produce el
extraño viaja hacia la mendicidad de quienes fueron sometidos por la Conquista,
separados por la colonización, despreciados sucesivamente y despojados de sus
tierras desde el siglo XVI hasta hoy.
Por eso una niña Embera, sucia en medio de la indiferencia bajo el
puente de la calle catorce, jugando con muñecas rotas y pidiendo limosna, es la
imagen que 500 años terminaron devolviendo a nuestros ojos y arrojando sobre el
asfalto de estas tierras que alguna vez fueron suyas y de nadie, pero que hoy
valen, cada centímetro, en manos de especuladores ajenos a cualquier
sentimiento de ancestralidad.
Ignoro cual es el propósito
del autor del mural. Pero prefiero recordar lo mejor que provoca en mí: el
homenaje, el recuerdo de una etnia orgullosa, que sigue allí, defendiendo el
territorio campesino y lanzando su mirada a un lugar más allá de los centros
comerciales, del embotellamiento y de las pequeñas guerras que son el día a día
de esta ciudad. Lo indígena como una
hermosa memoria de lo que fue negado.
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