domingo, 26 de junio de 2016

Opinión / La paz urbana. Por: Carlos Victoria

Para millones de colombianos lo ocurrido el jueves 23 en La Habana es un hecho más dentro del laberinto de circunstancias adversas que deben soportar como fruto de un sistema que escasamente les provee la lata. Por eso entre escepticismo e indiferencia confunden paz con el fin de la guerra. ¿cuál guerra se preguntan?.

¿Usted cree en eso? me preguntó  una mujer que lleva años vendiendo periódicos, dulces y monitas en el centro de Pereira. Eso fue este sábado. Me encantó la pregunta porque así como ella, la gente dejó de creer en tanta promesa, pactos (entre ellos los de la transparencia), acuerdos y anuncios.

Le respondí con otro interrogante: ¿y por qué no creer?. La cosa terminó así. Cogí El Espectador y seguí caminando. Me fui pensando en la pregunta que me hizo. La repasé y recordé que las preguntas son las que realmente importan, y las que finalmente ayudan a cribar las circunstancias. A discernir.

Caí en cuenta que la guerra más cercana que tienen los habitantes de las principales ciudades del país no es precisamente la que han librado guerrillas, paramilitares y fuerza pública. Es la guerra urbana que día a día pone su cuota de sangre y víctimas. La mayoría jóvenes de barriadas sin más presente y futuro que usar un arma para sobrevivir.

En 1985 cuando el M 19 negoció su desmovilización con el gobierno de Betancur lo más exótico fueron los llamados campamentos de paz levantados en sectores populosos donde lo que pululaba era la miseria. Se los llevó el viento de la reacción. Y todo siguió igual y peor. Las guerrillas se refundieron en el monte.


Hoy 30 años después es probable que la guerra rural adquiera un viraje distinto y se transforme en una inusitada reconciliación. Pero la guerra urbana, la más cercana a nosotros, está ahí vivita y coleando. Con su cuota de muertos y desplazados (internos). Tiene un problema: esa no se negocia con “actores armados”, sino con políticos que viven de ella para sostener su estatus.

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