Sus padres –o sea nosotros– les hicimos al ritmo de “Macarena”, de
Carlos Vives o de “Metallica”. La
historia nos permitió contemplar la
caída del muro de Berlín, el desasimiento del orbe socialista, la aparición y
ascenso sangriento del paramilitarismo en Colombia. Contemplamos como nuestra sociedad –la colombiana–
experimentaba un feroz proceso de derechización extrema, de destrucción del
trabajo formal. Asistimos al ocaso del
ideal tradicional de pareja y hasta participamos de las exequias de muchas
formas más o menos modernas de vida social.
Mientras que nosotros, sus padres, vivimos la cáscara de la
existencia, a ellos, la generación del reguetón,
les correspondió vivir en la almendra pura, sin relatos salvadores ni paños de
agua tibia. Nacieron viendo lo más
extremo, lo más duro. Mientras que nosotros fuimos barrocos, ellos por el
contrario resultaron minimalistas. En su bitácora de vida el amor parece algo
que se agarra y que se vive en el instante, un suceso del que no se espera
mucho más allá del propio presente. El trabajo dejó de ser un derecho para la generación del reguetón y pasó a convertirse en una
oportunidad momentánea que no se debe dejar escapar.
Pero esa generación, la del perreo
y del choque, ha empezado a hacerse
pública, a ser visible. Tiene en apariencia todo: juventud y belleza. Ha
ingresado a la universidad, a tener embarazos no deseados, a ser estrella del
futbol mundial. Dejó de estar en la retaguardia, ya no son los bebés protegidos y
ahora se enfrentan cédula en mano con las responsabilidades propias de ser mayores
de edad en un país como Colombia. Forman parte de diversos ejércitos. Entre los
más afortunados están los que integran el ejército de los universitarios, de
los que cursan educación media o de quienes encuentran y conquistan un lugar en
el mercado laboral formal. Pero también están quienes ocupan las márgenes, los
que alquilan su cuerpo para dar placer; o su fuerza, sangre fría y astucia para robar,
traficar, matar, mantener viva la guerra. Con pantalón corto o gorra ladeada
son parceros delgados y ágiles, o voluptuosas lolitas “ningueras”, hermosas con
su “piercing” atravesándoles el labio
y sus coloridos abalorios. En su exterior
parecen adultos jóvenes, pero su corazón todavía es de niño y su economía en la mayoría de los casos
depende de lo que otro u otros les
entregue. Para los más pobres esa es su realidad permanente, el demonio que la
guerra aprovecha para comprarlos y ponerlos a su servicio.
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