domingo, 24 de agosto de 2014

Opinión: La generación del reguetón

Por: Alberto Antonio Verón Ospina
Sus padres –o sea nosotros– les hicimos al ritmo de “Macarena”, de Carlos Vives o de  “Metallica”. La historia  nos permitió contemplar la caída del muro de Berlín, el desasimiento del orbe socialista, la aparición y ascenso sangriento del paramilitarismo en Colombia. Contemplamos como  nuestra sociedad –la colombiana– experimentaba un feroz proceso de derechización extrema, de destrucción del trabajo  formal. Asistimos al ocaso del ideal tradicional de pareja y hasta participamos de las exequias de muchas formas  más o menos  modernas de vida social.

Mientras que nosotros, sus padres, vivimos la cáscara de la existencia, a ellos, la generación del reguetón, les correspondió vivir en la almendra pura, sin relatos salvadores ni paños de agua tibia. Nacieron  viendo lo más extremo, lo más duro. Mientras que nosotros fuimos barrocos, ellos por el contrario resultaron minimalistas. En su bitácora de vida el amor parece algo que se agarra y que se vive en el instante, un suceso del que no se espera mucho más allá del propio presente. El trabajo dejó de ser  un derecho para la generación del reguetón y pasó a convertirse en una oportunidad momentánea que no se debe dejar escapar.


Pero esa generación, la del perreo y del choque, ha empezado a hacerse pública, a ser visible. Tiene en apariencia todo: juventud y belleza. Ha ingresado a la universidad, a tener embarazos no deseados, a ser estrella del futbol mundial. Dejó  de estar en la  retaguardia, ya no son los bebés protegidos y ahora se enfrentan cédula en mano con las responsabilidades propias de ser mayores de edad en un país como Colombia. Forman parte de diversos ejércitos. Entre los más afortunados están los que integran el ejército de los universitarios, de los que cursan educación media o de quienes encuentran y conquistan un lugar en el mercado laboral formal. Pero también están quienes ocupan las márgenes, los que alquilan su cuerpo para dar placer;  o su fuerza, sangre fría y astucia para robar, traficar, matar, mantener viva la guerra. Con pantalón corto o gorra ladeada son parceros delgados y ágiles, o voluptuosas lolitas “ningueras”, hermosas con su “piercing” atravesándoles el labio y sus coloridos abalorios. En su exterior  parecen adultos jóvenes, pero su corazón todavía es de niño  y su economía en la mayoría de los casos depende de lo que otro  u otros les entregue. Para los más pobres esa es su realidad permanente, el demonio que la guerra aprovecha para comprarlos y ponerlos a su servicio.

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