viernes, 19 de diciembre de 2014

Opinión / Terrorista del amor. Por: Alberto Antonio Verón Ospina

Terrorista del amor

Por Alberto Antonio Verón Ospina
El amor nace, se presenta y se expresa. Nadie quiere que perezca. El amor nace del deseo, como esas imágenes que se presentan llenas de color, de promesas y se expresa en forma de relato, ficciona, inventa, agrega, adjetiva, exagera gestos, resulta patético, gesticula, estira los labios, suda y llora si es preciso. Puede el amor cantar desastres  pero se reclama lírico; huele a chicle, a chocolatina, a licor, a noche, a bar, donde  bajo la luz del olvido se acrecientan los recuerdos. Suele ser el amor, poético y apolítico, ferviente y creyente.
Valga decir que en el amor no existe el ateísmo, ya que el dios del amor puede tener senos, nalgas y bocas y ojos y saliva y sumando todas esas partes sale una figura que está escondida, a la espera, en cualquier patio, jardín, callejón, barrio que se llame 1º  de Mayo, San Nicolás o Nuevo Milenio.
Es el amor oscuro e intimista. El tálamo resulta su oficina principal. Pero el amor también busca teatros, piscinas de domingo, parques, la multitud, la calle, la puerta entre abierta, el Facebook, para ser visto, reconocido, para imponer su existencia como un actor bonachón o una joven actriz deseosa de reconocimiento.
Los enamorados y los amantes no pertenecen a la misma categoría. Los amantes solo quieren la penumbra, el fondo, lo hondo, lo oscuro, lo arcano, mientras los enamorados parecen príncipes recién reconocidos que se toman de las manos para mostrar su trofeo, por haber impuesto y desafiado la condición de bestia solitaria y egoísta.
Existen toda una serie de personalidades del amor: el enamorado radical, el funcionario del amor, el secretario del deseo, los albaceas del vértigo sumergidos en apoteósicas verbenas. Todos esos hombres y mujeres que en medio de la mortal vida reclaman la inmortalidad para el instante compartido. Mantienen un juego peligroso, que se renueva, se repite, cambia de vestuario y que también se agota en el tiempo. Los funcionarios del amor prefieren quemarse en la hoguera del presente a morir congelados y resecos.
El enamorado radical languidece, muere de amor entre las redes,  sabe que su corazón se hace pequeño como un frijol, como una partícula de polvo con cada nuevo desprecio. Pero el amor es su droga y sin ella da lo mismo una tarde soleada que una lluviosa. El enamorado olvidado abandonado, engañado, resentido, en todo caso partido, ensaya maneras inéditas de despedirse, de morirse, es un terrorista de sí mismo caído en un estado inhóspito. Su verdadero sueño –pequeño Fausto– ser un hechicero, gobernar desde el embrujo, con el instinto solitario del deseo. Los enamorados radicales creen en fechas: le  temen a la soledad del domingo en la tarde, memorizan cumpleaños, veneran la alegría de la multitud sabatina y saben que lo más parecido a la muerte es la soledad de un primero de enero. Por eso su verdadera esencia es la numerología y la cábala.



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