“Pequeño
burguesa”, fue uno de los calificativos que recibió cuando estuvo haciendo
teatro bajo la tutela de Antonieta Mercuri y Alfonso Marín, por allá en los
convulsos años 60. Es que bajar desde su enorme casa en el barrio Cámbulos –la
llamada Casa del Obispo–, en el sector de la Circunvalar, hasta la modesta sede
de los ensayos, no era un ejercicio que admiraran algunos de sus compañeros.
Ana María Arenas Mejía |
Aunque
su familia tenía alguna solvencia económica, en Ana María siempre fue clara su apuesta por los
desprotegidos, en particular los menores que sufren los rigores de una sociedad
pensada para la producción y el consumo. Su sensibilidad la tuvo por muchos
años en la práctica del teatro como
opción de vida, al lado de grandes maestros como Santiago García, Patricia
Ariza y Miguel Torres. Incluso, estudió Filología y literatura en la Javeriana.
Es una
vegetariana convencida, cuyo rostro exterioriza señales de un carácter muy
fuerte, pero que cuando se dispone a hablar lo hace con toda la apertura y
dejando evidente la enorme afinidad por lo social, por los otros y las
posibilidades que tiene la solidaridad. En ese momento sonríe: piensa en los
demás.
Sus
tres hijos –Juan Sebastián, Sofía y Víctor Manuel– escogieron caminos
diferentes a los de su madre, pero desde pequeños aprendieron a conocer la
realidad acompañándola en las múltiples actividades que realiza en los barrios
más desprotegidos de la ciudad.
Salió a
buscar nuevos aires y su extrema inquietud la llevó a vivir en los años 70 en
Suecia, durante el gobierno del asesinado Olof Palme, compartiendo apartamento
con una integrante de Amnistía Internacional. Por eso dormía rodeada de los
archivos que contenían miles de casos que esta organización investigaba en el
mundo.
Vida sosegada
Amante
del cine, son frecuentes sus visitas a las salas de la ciudad en busca de
aquellas películas que alimenten en algo su interior y la mirada que tiene de
la sociedad. Por eso títulos como “El piano” y “La piel del deseo” hacen parte
del menú personal de favoritos. Eso sí, advierte que le duele en extremo “Las
tortugas también vuelan”, por su dureza al mostrar la realidad de la infancia
iraní.
Tiene
afinidad por diversos tipos de música, según los momentos. Cuando se reúne con
sus amigos escucha son cubano. Cuando está en los momentos de soledad o
concentración, prefiere escuchar a Mozart o a Bach, en particular su “Aire”.
Aunque la lista de sus preferencias musicales es larga, e incluye “No me
arrepiento de nada”, interpretado por Edith Piaff; o “Te vi”, de Caetano Veloso.
Entre risas y algo de serio, dice que le gustaría que la enterraran mientras
suena “El carretero”, de Guillermo Portabales.
En la
actualidad vive en las afueras de la ciudad, en la zona de La Bella, cansada
del ruido y buscando la tranquilidad que solo da el campo. Una decisión que
asumió mientras forma a la niñez campesina de La Honda, pues tiene la certeza
de que los cambios se deben dar desde la infancia. Se fue a vivir allí
siguiendo las huellas de Guillermo Castaño, a quien no duda de calificar como
su maestro y un ejemplo de coherencia.
Hasta
esa decisión le sirvió para reflexionar y dejar de manera parcial uno de sus
más acentuados vicios: el cigarrillo. De 18 diarios pasó al consumo de tres.
Esta
mujer, ya bien grande, recuerda con nostalgia a su padre, Ricardo Arenas
Gaviria, un hombre lleno de sensibilidad social y artística, lo mismo que su
madre, Magola Mejía Vélez. Con ellos vivió momentos de profundo enriquecimiento
personal, en el arte y el afecto. Los recuerda con inmenso afecto y vive a la
espera de que sus sueños pendientes con la Fundación Germinando se hagan
realidad, como aquel de montar toda una línea de turismo infantil.
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