Con el ojo bien puesto
Celador, celacho, celoso o, simplemente, cela, son los nombres con los que
se llama a esos hombres que a diario exponen su integridad para defender el
patrimonio y la vida de otros.
Parados en una esquina, con la mirada puesta en algo que nadie parece estar
viendo, o sentados tras una recepción que parece blindarlos de cualquier mirada
escrutadora, permanecen estos hombres (sí, porque las mujeres son una inmensa
minoría).
Sus turnos van desde las ocho horas continuas convencionales, hasta
extenuantes jornadas de 12 horas, con ocho de descanso y regreso a la faena.
Pero siempre están allí, como presencias que nunca terminan de prolongar su
sombra sobre los duros pavimentos de las calles o las finas baldosas de la
entrada al edificio.
En la calle
Visten de azul los de la calle, con trajes que parecen haber conocido
mejores días y peores tratos. Su traje tiene la apariencia de haber sido usado
toda la vida, pegado a su cuerpo y con un color azul que nunca es intenso, es
un azul desteñido a golpe de sol, de trasegares inclementes por calles que
brillan bajo la luz de una bola de fuego que a veces quisiera aplastarlos. O,
quizá, un azul que se derrite ante los rayos de una luna solitaria que ilumina un
aire sereno –también les dicen así, serenos- que se cuela entre los pliegues
del azul para evaporarlo con el frío que desdibuja el tono original.
Desde la distancia es fácil reconocerlos, de hecho se convierten en una
figura anhelada en ciertos lugares o en solitarias horas nocturnas. Están allí,
y ante la ausencia de policías, se convierten en la única salvaguarda de
caminantes o residentes. En esos momentos ellos son la ley, son el muelle donde
el ciudadano ancla sus esperanzas de no ser asaltado.
Pero también son desconfiados, herencia de su
anterior labor como campesinos. Amables con el extraño que saluda, pero con
aire distante, como si esperaran lo peor en cualquier momento. Siempre alertas,
si notan a alguien que viene hacia ellos, giran la cabeza con disimulo o, con
agilidad, cambian de acera para evitar la cercanía. No es descortesía, es
seguridad. Mejor, falta de seguridad, pero pública, no de ellos.
Don Jesús, “Chucho” para los del barrio, es quien
deambula por estas calles vestido de azul, apenas contando con su fuerza,
astucia y un negro mazo de madera –el bastón de mando- que es casi un objeto
simbólico ante las sofisticadas armas de las que hacen gala los ladrones –desde
el más calanchín hasta los capos-.
Siga usted
Buenos días, cómo está…, con mucho gusto, son algunos de los términos
empleados por los vigilantes de edificios y locales comerciales. Casi siempre
sentados, pendientes de monitores que difunden imágenes de múltiples cámaras, o
atendiendo el citófono. Ser atentos pareciera uno de sus requisitos básicos.
La tarea, en apariencia fácil, se complica por el tráfico de personas de
toda índole que de manera sucesiva ven en él a múltiples personas: el amigo
solidario, el lagarto, el chismoso, el enemigo que los avienta con la
administración, el desocupado, el todero… en fin, cada quien ve lo que le
gustaría ver.
Su jornada transcurre entre estar atento a los requerimientos de los
visitantes, algunos de ellos descabellados, como aquel del vendedor de la
esquina que le pide el favor de guardar su carro de dulces en un rincón del
parqueadero o el familiar descarado de uno de los residentes, solicitando le
haga el favor de dejarlo parquear su carro por un “ratico no más”. Tampoco
falta la vecina que lo llama insistente para que suba a abrirle una puerta trabada
o a ayudarla con un pesado mueble.
Todas estas peticiones, por fuera de su función normal, lo ponen en
aprietos, pues aunque el corazón le dicte el sí, las reglas le imponen el no
como respuesta. Y acá empieza la cosecha de enemigos gratuitos que no entienden
las dificultades de esta labor.
Él es Jorge, el esposo y padre que sueña con un futuro mejor para su
familia, con poder algún día habitar uno de esos apartamentos y salirse para
siempre de la vivienda miserable ubicada en una perdida calle de un barrio
periférico, perdido entre el campo y las primeras manzanas de la ciudad ajena.
El celador, un ser anónimo al que todos reconocen, pero al que pocos ven
mientras corren con sus compromisos diarios.
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