Es una de las calles más emblemáticas de Pereira en este nuevo siglo, con
la ciudad herida de un extremo a otro por una arteria abierta para que circule
en ella la temida masa verde del Megabús. Una amplia calle que invita a la
lujuria.
Por: Jhonwi Hurtado
Pereira, como cualquier ciudad, tiene muchas calles, ellas
guardan y crean historias; el paso del tiempo se refleja en las estructuras
arquitectónicas que ornamentan cada vía. La ciudad es una de día y otra de
noche, tiene un olor diferente cuando el cielo oscurece.
La calle sexta es una de las venas de Pereira, por allí pasan
personas a cada hora y minuto del día, el comercio, el deseo, la música y el
encuentro entre personas hacen parte de la historia que día a día se teje por
los andenes de esta vía de la ciudad, esa ciudad que ha sentido el impacto del
tiempo en sus costumbres, esa ciudad que durante un tiempo se construyó en tapia, barro y bahareque; hoy los materiales para construir
distan mucho de ese olvidado hacedor de casas. Caminar la sexta es reconocer el
paso del tiempo y ver de frente los cambios entre generación y generación.
Allá donde empieza el Viaducto Cesar Gaviria Trujillo,
empieza una calle en Pereira, lo primero
que muestra a los ojos de las personas
es una esquina pintada de azul y blanco con un local que tiene por nombre
“Tienda mixta El Bienestar”. Allí se respira la Pereira antigua, el caos aún no
se apodera de la ciudad. El eco de los boleros se combina con el estridente
paso del Megabús que penetra el laberinto pereirano por una de las venas: la
concurrida carrera sexta. Una vía que enseña el impacto del comercio; el ayer,
el hoy y el mañana protagonizado por colores, olores y personas.
Caminar es conocer, y caminar por esta calle es conocer y
recorrer. El tramo es angosto a la altura de la calle 12, el sol empieza a
esconderse y las nubes, algunas oscuras, van cubriendo el cielo de la ciudad.
En la tienda mixta El Bienestar aun venden viruta y en su techo cuelga una
polvorienta caperuza, artículos que agonizan con el pasar de los años.
Al caminar un par de
cuadras el sonido de la ciudad se hace evidente. Las personas caminan, impera
la indiferencia y, en algunos, la desconfianza se hace presente cuando un
hombre se acerca con algo para vender o para pedir una moneda. La tarde aún
agoniza, pero los colores vivos de las telas que exponen las tiendas ubicadas
allí, una enseguida de otra, dan a entender que el día no termina, por lo menos
no el día comercial.
El Megabús vuelve a pasar y las palmeras que acompañan toda
la calle se mueven al unísono. Unos metros más adelante las ventas de textiles
han cambiado a boutiques, que más adelante pasan a ser centros comerciales. Zapatos,
vestidos, faldas, se ven expuestos en los miradores de cada local. Allí no se
escucha el “a la orden, ¿qué necesita?”. Una calle no apta para compradores
compulsivos. En el aire se percibe un olor único, uno que representa la codicia
por los objetos o los cuerpos: dinero y fluidos corporales se amalgaman. El
caos vehicular y el número de personas, que caminan casi todas con rapidez,
aumentan. “Hola, ¿tú qué haces por acá, vienes de compras?”, le pregunta una
mujer a otra mientras miran el vestido de novia que lleva puesto un maniquí.
El tiempo sigue caminando y la noche
llega. Los centros comerciales han cerrado sus puertas, y con ellos, las
boutiques y las tiendas textiles.
La historia de Pereira hace parte de
esta calle, al caminarla se encuentran edificios que guardan alegrías y
tristezas, otros, como la antigua clínica del Seguro Social, aloja el recuerdo
de muchos pereiranos que nacieron allí, y el de otros que murieron. Más
adelante está la casa del versificador Luis Carlos González Mejía, parada en
bahareque embutido en guaduilla, construida entre 1910 y 1920.
El trecho que sigue es angosto, con
la noche llegan otros habitantes; ahora los jóvenes que practican skate ruedan
sobre las tablas en la soledad de la calle, otros comparten sentados en un
andén, con los pies extendidos en la calzada, por lo menos mientras vuelve a
pasar el dueño de la vía, el temido Megabús que pareciera arrasarlo todo con su
mole descomunal.
Los café-bar se nutren de personas
que llegan a dialogar, ahora la música que predomina el ambiente pasa a ser el
rock que sale de los bares que han abierto sus puertas. El color oscuro
predomina en la vestimenta de los transeúntes y de quienes se encuentran en los
bares acompañados de una cerveza, forjando diálogos y creando historias que al
día siguiente pasan a ser recuerdo. Tal vez acá empieza la sexta que todos
conocen.
La esquina de la calle 24, cercana al
parque El Lago, es tal vez la más concurrida de toda la sexta. Rodeada de bares
y de una curva que se hace llamativa para andar sobre diminutas ruedas,
pareciera el sitio de encuentro del mayor deseo: deseo de hablar, deseo de
conocer personas, deseo de tomar algo. No es raro ver una botella que pasa de
mano en mano, tampoco es raro ver abrazos de saludo y palabras de despedida. No
importa la edad, este es el sitio que acoge a muchos jóvenes y adultos que allí
se sienten como en familia, identificados, libres. Huele también a feromonas.
La noche sigue su rumbo, la lluvia
amenaza con dejarse caer sobre los cuerpos ambulantes de la calle y rebotar en
el asfalto, en la esquina siguiente se encuentran más bares, uno de ellos tal
vez el más antiguo de la ciudad y, frente a él, un lugar que difiere mucho del
rock, una cantina donde el despecho es el himno, la vestimenta para nada es
oscura, la sexta se presta incluso para la diversidad musical.
La noche pronto terminará, en la
mañana la sexta volverá a ser la calle del comercio, la calle que detiene el
tiempo en algunas partes y en otras lo acelera, el lugar en el que de día se
camina rápido y en la noche lento. Lo único que permanece de día y noche en la
sexta es el olor a deseo; no importa qué se desee, allí los deseos se cumplen.
El común denominador es también la incultura ciudadana con ruido estridente en bares camuflados y las paredes como papel donde se expone lo peor del ser: rayas, símbolos, palabras hirientes, la sexta de antaño donde el comercio podía ser y olía a café, se ha convertido en un amasijo de "deseos insatisfechos" las noches de viernes y sábado, sin un control mínimo al respecto.
ResponderEliminar