Terrorista del amor
Por Alberto Antonio Verón Ospina
El amor nace, se presenta y se expresa. Nadie quiere que perezca. El
amor nace del deseo, como esas imágenes que se presentan llenas de color, de
promesas y se expresa en forma de relato, ficciona, inventa, agrega, adjetiva, exagera
gestos, resulta patético, gesticula, estira los labios, suda y llora si es
preciso. Puede el amor cantar desastres
pero se reclama lírico; huele a chicle, a chocolatina, a licor, a noche,
a bar, donde bajo la luz del olvido se
acrecientan los recuerdos. Suele ser el amor, poético y apolítico, ferviente y
creyente.
Valga decir que en el amor no existe el ateísmo, ya que el dios
del amor puede tener senos, nalgas y bocas y ojos y saliva y sumando todas esas
partes sale una figura que está escondida, a la espera, en cualquier patio,
jardín, callejón, barrio que se llame 1º de Mayo, San Nicolás o Nuevo Milenio.
Es el amor oscuro e intimista. El tálamo resulta su oficina
principal. Pero el amor también busca teatros, piscinas de domingo, parques, la
multitud, la calle, la puerta entre abierta, el Facebook, para ser visto,
reconocido, para imponer su existencia como un actor bonachón o una joven
actriz deseosa de reconocimiento.
Los enamorados y los amantes no pertenecen a la misma categoría. Los
amantes solo quieren la penumbra, el fondo, lo hondo, lo oscuro, lo arcano,
mientras los enamorados parecen príncipes recién reconocidos que se toman de las
manos para mostrar su trofeo, por haber impuesto y desafiado la condición de
bestia solitaria y egoísta.
Existen toda una serie de personalidades del amor: el enamorado
radical, el funcionario del amor, el secretario del deseo, los albaceas del
vértigo sumergidos en apoteósicas verbenas. Todos esos hombres y mujeres que en
medio de la mortal vida reclaman la inmortalidad para el instante compartido.
Mantienen un juego peligroso, que se renueva, se repite, cambia de vestuario y
que también se agota en el tiempo. Los funcionarios del amor prefieren quemarse
en la hoguera del presente a morir congelados y resecos.
El enamorado radical languidece, muere de amor entre las
redes, sabe que su corazón se hace pequeño
como un frijol, como una partícula de polvo con cada nuevo desprecio. Pero el
amor es su droga y sin ella da lo mismo una tarde soleada que una lluviosa. El
enamorado olvidado abandonado, engañado, resentido, en todo caso partido,
ensaya maneras inéditas de despedirse, de morirse, es un terrorista de sí mismo
caído en un estado inhóspito. Su verdadero sueño –pequeño Fausto– ser un
hechicero, gobernar desde el embrujo, con el instinto solitario del deseo. Los
enamorados radicales creen en fechas: le
temen a la soledad del domingo en la tarde, memorizan cumpleaños,
veneran la alegría de la multitud sabatina y saben que lo más parecido a la
muerte es la soledad de un primero de enero. Por eso su verdadera esencia es la
numerología y la cábala.
No hay comentarios:
Publicar un comentario