Las sectas satánicas, presentadas por la Iglesia y la fuerza pública como el coco de los niños que deambulaban por la ciudad tras una golosina, pasaron a mejor vida. Ya no viven ni en los cementerios ni en la fábula fundamentalista del ethos religioso.
Por Carlos Victoria
Una sociedad autoritaria y
conservadora como la nuestra, opta por enmascarar la realidad y sus
problemáticas, a cambio de un amplio catálogo de fantasías. Por eso vive la
tentación permanente de disfrazarse de cualquier cosa. El antifaz no es más que
el correlato de una comparsa en la que el individualismo, el sentimiento y el
disfrute reconfiguran imaginarios y
sujetos. Cortinas y cortineros hacen parte de la parodia.
Los bailes de disfraces salieron de
los clubes privados y saltaron a las calles. Los adultos volvieron a ser niños
y los niños quieren parecerse a los adultos. Roles trastocados por una cultura
del consumo que hace de la risa, la hilaridad y el ridículo una mercancía. Del
Halloween solo quedan unas pocas sombras, mientras los dulces de contrabando se
toman las calles. Todos queremos ser superhéroes.
Las sectas satánicas, presentadas
por la Iglesia y la fuerza pública como el coco de los niños que deambulaban
por la ciudad tras una golosina, pasaron a mejor vida. Ya no viven ni en los
cementerios ni en la fábula fundamentalista del ethos religioso. Ahora el
panorama es gobernado por un conjuro de representaciones parodiando a una
secuela de carniceros y descuartizadores que aterrorizan a los transeúntes en
andenes, calles y parques. Para estos no hay persecución.
Las brujas desaparecieron de las
oficinas públicas y privadas dando paso a calaveras, zombis y espantos, como si
en realidad se tratara de un inconsciente colectivo apasionado por la muerte, la mortandad y lo
mortífero. ¿Parodias de las fosas comunes, las desapariciones y actos
sacrificiales que acabaron con la vida de miles de hombres y mujeres de esa Colombia condenada
al genocidio?
El contagio del disfraz llega con
su inocente mensaje de batirse a duelo con las representaciones calcadas de
Hollywood, u otras arrancadas de piezas inverosímiles de la literatura.
Maestras y maestros, en cambio, empecinados en que sus niños-estudiantes
abandonen a Batman, ordenan disfraces de
chapoleras y campesinos arruinados. Pero también los hay quienes desde el poder
no se quedan atrás y alquilan disfraces inocuos.
La fantasía, a través del disfraz,
es una treta ingeniosa para separarnos de la realidad, la cual incluye el clima
de represión de una sociedad. Leyendo a Bajtin podemos deducir que lo
carnavalesco lucha por construir una identidad sobre otras, las mismas que
podemos asociar a lo indeseable, lo nauseabundo, pero también lo quimérico. Es
tal vez la representación de una mentalidad que en la histeria encuentra la
posibilidad de fugarse por unas cuantas horas. Las fantasías son una puerta de
escape en un país asediado por la parca.
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