Por: Alberto Antonio
Verón
Los tiempos de la guerra no solamente han producido víctimas,
también han deshecho las palabras, las han pulverizado, condenándolas a ser fantasmas
obsoletos, a desaparecer del habla del día a día convertidas por la censura en
voces impronunciables. En los años cuarenta, donde las rencillas ideológicas
entre partidos marcaban la manera de vida social, la palabra “copartidario” era
utilizada por los liberales como signo
de compartir el sueño de Uribe Uribe. Los conservadores hablaban de “huestes” y
esa palabra de por sí reflejaba el sentido grupal y guerrero de la militancia. Esas
expresiones quedaron borradas con los odios, vueltas trizas por el fratricidio durante
los años del “Frente Nacional”. El
vocabulario inició su cambio y las
personas preferían hablar de “cuota
burocrática”, algo plausible con el avance del clientelismo político. En
tiempos del presidente Turbay, cuando el “Estatuto de seguridad” cobró su atroz
recaudo de perseguir y condenar a las personas consideradas subversivas, estas
se acostumbraron a hablar en susurro,
temerosas de caer en manos de otras dos expresiones de la represión y del
horror: preso político y torturador.
Las palabras entraron en un proceso de estigmatización y de
condena, lo que obligó a usarlas en un contexto distinto o que definitivamente
desaparecieran del vocabulario aprobado o considerado como aceptado en la vida
social. Dejaron de usarse. Entre los militantes del partido comunista era pan
cotidiano dirigirse a los compañeros de militancia con la expresión de “camarada”,
este era un signo de saludo, de aceptación del destino histórico que se
compartía. Después que llegó el tiempo del desasimiento de las ideologías
fuertes de izquierda y que los pedazos del muro fueran vendidos en una tienda
de antigüedades, la expresión “compañero” intentó reunir el ideario colectivo y
solidario. La pareja universitaria pasó a ser la de unos “compañeros” tomados
de la mano arrastrados por la fuerza del amor y la política.
Nuestros días son los del reino de la memoria, aunque paradójicamente
de esa memoria han desaparecido las palabras que alentaron las utopías en
tiempos donde se creyó posible tomar el
cielo por asalto con el abracadabra de las palabras de fuego de Carlos Marx. Pero,
luego de los años ochenta, hemos abandonado paulatinamente la idea de los
cambios radicales, de una igualdad homogénea, de un Estado como patrón único.
Tememos –con razón– a los radicalismos de palabras como revolución o justicia
para todos. Precisamente de esas palabras condenadas a la hoguera por los nazis
con los libros y por los fascistas locales en alguna ciudad de Colombia, han
nacido nuevas maneras de enunciar el encuentro entre los hombres: “el parcero”
que florece en las entrañas de las calles populares y atraviesa la manera de
acercamiento entre las nuevas generaciones.
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