Una ciudad es la
suma de múltiples elementos, algunos de ellos tangibles: parques, calles,
edificaciones, monumentos y, por supuesto, la vivienda de quienes la habitan,
por mencionar algunos. Otros, no tangibles, constituyen en sí la esencia de la
ciudad, así lo tangible sea el valor simbólico reconocido hacia afuera.
¿Pero cuáles son
esos intangibles que constituyen la esencia de ciudad para quien la habita? El
primero de ellos es el sentido de pertenencia, esa extraña noción de sentirse
“atado a” con unos lazos aceptados y casi siempre deseados.
También emerge con
fuerza el saber que allí están los seres amados, las personas que convierten el
devenir cotidiano en una geografía espiritual de hondo calado y mucho
significado. Es comprender que en la ciudad está la razón de ser del existir,
representado en una o varias personas. En este caso la pertenencia se convierte
en un gesto amoroso, cálido, algo que abraza mientras se deambula por ella.
Allí están todos los afectos posibles y sin ella no habría posibilidad para
encontrarlos y reconocerlos.
Otro elemento se
refiere al orgullo que concita la ciudad en nuestros corazones. Es un
sentimiento que puede calificarse como chovinista, pero que si se mira con
cuidado es más que necesario para saber que la ciudad es nuestra esfera de
mundo, nuestra proyección como individuos y la percepción clara de que es un
lugar hecho a la medida de nuestros deseos.
Parodiando a
cierto autor, la ciudad es una invisibilidad en su conjunto, pero se asume como
la suma de lo posible para ganar visibilidad como sujetos y como ciudadanos.
Somos ciudadanos en la medida en que nuestra ciudad nos representa, nos magnífica
y enaltece. La ciudad es la concreción de la idea abstracta de ser habitante de
su entorno, la ciudad convierte en posible el sueño de existir en un lugar.
La ciudad nos
visibiliza en la medida que nos acepta. ¿Qué tanto acepta Pereira a sus
habitantes?
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