Una ciudad es
más que un alcalde. Pero una ciudad sin alcalde es menos que eso. Los
ciudadanos esperan que los alcaldes gobiernen la ciudad. Atrás quedó la
sensación que Pereira tuvo gobiernos pero no alcaldes o, peor aún: alcaldes
que no gobernaron la ciudad o lo hicieron para favorecer a determinados
intereses.
Esa misma
sensación se transformó en razón y en octubre pasado se acercaron a las urnas
miles de ciudadanos sin partido pero con ciudad. Indignados, pero esperanzados
en el cambio prometido. Cansados del desgobierno traducido en ineficiencia y
falta de transparencia. Eligieron a un alcalde que gobernara la ciudad y no a
un alcalde que lo hiciera para los privilegiados de siempre.
Creo que ese
es el punto. Hoy, cuando las redes sociales reconfiguran la arena pública y
política, los ciudadanos están más informados que ayer. Mientras ven o escuchan
al alcalde en una u otra cosa intrascendente por Facebook, también leen y se
enteran de que el cambio prometido no despega y su vidrio delantero está
empañado por la niebla de las licitaciones.
En estos
primeros seis meses de mandato son más las dudas y el escepticismo sobre la
capacidad del alcalde y su equipo de gobierno de hacer realidad el tal cambio.
Es como si hubiésemos llevado el carro al mecánico y al salir del taller el
vehículo sigue fallando, perdiendo la plata. Aquí no es la plata, pero si el
voto. Aunque la plata y su acumulación sean el quid del asunto. El dinero público
al fin de cuentas.
Nadie quiere
que le vaya mal al alcalde. Pero si esto sucede las desgracias para la ciudad
serán cada vez peores. Aún es muy temprano para ofrecer un veredicto objetivo.
Sin embargo, estimo que su talón de Aquiles está en la contratación pública.
De su eficiencia y transparencia depende que el cambio se hunda o no.
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