Por: Gloria Inés Escobar Toro
El amor filial es tal vez el lazo más fuerte que une a los seres
humanos. Cuando los hijos son deseados y esperados con alegría, y hasta cuando
llegan sin buscarlos, pero se tiene el suficiente amor y disposición para
aceptarlos; los hijos despiertan un sentimiento profundo, incondicional y
eterno. La fuerza de dicho sentimiento es tal que los padres son capaces de dar
su vida a cambio de la de sus vástagos. Así que no resulta difícil imaginar lo
que pueden sentir una madre y un padre ante la muerte de un hijo, especialmente
si ésta es consecuencia de las condiciones materiales de extrema pobreza en que
se vive.
Los infantes son los seres humanos más vulnerables por la inmadurez de
su desarrollo físico e intelectual, de ahí la fragilidad de su existencia, la
dependencia que guardan de quienes les rodean, la necesidad de guía y
protección constantes, es por ello que cualquier circunstancia adversa los
golpea con mayor rigor: el hambre, las enfermedades y la violencia son mucho
más letales si es un niño quien las padece. La dura realidad difícilmente
soportada por los adultos se constituye en una tragedia insufrible para los
niños, así que no es gratuito que la desnutrición, hija legítima de la pobreza,
cobre sus mayores víctimas en ellos.
Pero como pasa siempre, quienes están a merced de las mayores
calamidades de todo tipo son los más vulnerables dentro de los vulnerables, es
decir, los niños indígenas, afros y quienes viven en las zonas más deprimidas,
aquellos que dentro de la escala social ocupan los últimos puestos. Es esto lo
que está pasando con los niños indígenas en La Guajira (entre el
2008 y el 2013, las cifras hablan de más de 4.000 niños pobres muertos), pero también en el Valle, en Risaralda, en
Chocó y en todas aquellas regiones de asentamientos de estas comunidades.
A los niños Wayúu, como al resto de niños de otras comunidades nativas,
los está matando la pobreza, una pobreza lejana y silenciosa para quienes estamos
fuera de sus garras pero feroz y criminal para quienes la sociedad ha sometido
bajo su yugo; una pobreza que no admite excusas dentro de un mundo en el que
las “85 personas más ricas tienen tanta riqueza como los 3.500 millones de
personas más pobres” (Informe 2014 de Naciones Unidas sobre desarrollo humano);
una pobreza que arrebata, de la manera más cruel, la vida de cientos de niños de
los brazos de sus padres, dejando a éstos con el cuerpo vacío en un estado
agónico perpetuo; una pobreza asesina que muchos nos negamos a ver.
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