Militares marchando a
través de una plaza, un árbol que resistió la lucha del cemento, el parque El
Lago cuando era un lindo y sucio charco de ranas, tranvías y amantes
despidiendo desde la estación a sus amigos…
Ítaca te dio el bello
viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene más que darte.
Constantin Cavafis.
Por: Kevin Marín
Es difícil comenzar a escribir
sobre una ciudad. Todos los problemas congregados en las plazas públicas, en
cafeterías, parques sin árboles y apartamentos de mil pisos. O tal vez sea porque la mayor parte de mi vida
la he pasado pataleando en esta ciudad y el poco tiempo que estuve fuera me
haya vuelto nostálgico de lo que dejé por lo que ahora tengo. Sí, puede ser
eso: una simulación. Calles extranjeras y literatura, son, posiblemente,
quienes me convirtieron en un nostálgico de la ciudad.
Incluso recordando los poemas de
Luis Carlos González que nos obligaban a cantar en el colegio durante la clase
de música, sí, justo allí, se empezaba a sentir una ciudad que no parece la que
es ahora; llena de centros comerciales, fábricas, ruidos fortísimos que salen
de los bafles apostados en los corredores de los almacenes de textiles que
invitan a los transeúntes a aprovechar descuentos. Es solamente nostalgia (que,
por supuesto, no tiene que representar un pasado perfecto) de esos versos que
anunciaban casonas de tejas amplias y ancianas apoyadas en las barandas de cada
ventana esperando un típico y bellísimo atardecer pereirano.
Y le pasa a todo el mundo. Todos
hemos querido vivir en la sociedad perfecta que representa la ciudad y cada uno
inventa -o ignora- lo maravilloso que hay en ella para sobrevivirla. Seguramente
me esté equivocando cuando invoco a González y sus epifanías de migraciones
antioqueñas y asentamiento en esta jungla que alguna vez fue, pero es ese
inconformismo que crió la literatura la que no me hace indiferente a cada
rincón que recorro de la ciudad, tratando siempre de encontrarle el lado amable
a esos montoncitos de basura.
Es, a pesar de lo patética que
pueda resultar, una cuestión de supervivencia y principios: El parque Olaya
Herrera, un jardín donde la familia Di Rondó pasa el pique nique; la Plaza de Bolívar es el viejo guadual de aves y
locos ermitaños, donde muchos niños juegan sin presiones ni jaulas mientras
ancianos fotógrafos pintan una tradición a punto de desaparecer y dan de comer
a sus familias. El colegio de la Salle y la Boyacá, el viejo claustro de la
Inquisición. Las palomas son las mismas columbiformes de todas las ciudades y
no tengo el derecho de cambiarlas. El parque El Lago es, entre sus quinchas y
flores colgantes, una especie de mercado iraní donde de cuando en cuando algún
ladrón de Bagdad (que, por obvias razones, podría ser de Molinos) infunde un
poco de pasión y desorden judicial, mientras que en su nariz entran los malos
olores de la comida callejera de pobre hombre “con un ruido severo de cacerolas
en la cabeza”.
Eso es. Jacques Prévert caminando
por París. Tener los ojos de Prévert para alcanzar los balcones que nadie se
detiene a ver en la octava con diecisiete, imaginando tramas de putas y
detectives, suicidios, amores rotos y adolescentes perdidos en la inmensidad de
lo desconocido. Esa literatura citadina que me invitaba a desentrañar los
misterios de todas las conversaciones de cafetines tangueros y a derrochar, con
prejuicios malditos, los rumbeaderos del vallenato y la música tropical. La
ciudad, como la literatura, es una simple cuestión de gustos.
Como el desaliño de la Alcaldía
municipal que ordena llenar de palmas enanas todos los puntos vacíos que
combinan en perfecta diacronía con el color de los buses y las vallas publicitarias.
Quizá mi poema de González sea el poema de los álamos, cascos de buey,
lombriceros, guaduas, magnolias, nogales cafeteros, bejucos, guamos machetos,
santafereños, durandas, cedros negros, vainillos, samanes, acacias, caimos de
monte y pomos colombianos y no esté Miami sin mar y bloqueador solar. La literatura citadina es harto descarada:
Fernando Vallejo me pinta las calles de Junín y Ayacucho como verdaderos
lugares escondidos de la geografía mundial y sé, porque es urgente, que no debo
nunca ir a esas calles para no decepcionarme.
Repito, en ceremonioso ritual,
que las librerías, sus automóviles (¿ven?, no utilicé la palabra “carro”), sus
motos ensuciadoras, los acentos antioqueñísimos, la propaganda política, los
perros callejeros, los viejos olvidados, los indigentes felices, las monedas caídas arropadas en los billetes
de mil pesos, los niños saliendo del colegio, el adolescente manoseando debajo
de la falda de otra adolescente, las tórtolas aplastadas, los rines de lujo, el
político municipal, la mujer del alcalde, el alcalde y sus comandantes, todo,
todo, toda esa ciudad está en mi cabeza para protegerse de la agonía de la
proximidad; esa literatura que me dice que Medellín y Pereira están lejísimos,
y la realidad que me recuerda que ambas ciudades comparten el mismo clima,
tienen problemas de desigualdad enorme y la indigencia aumenta cada día. Aunque Medellín, eso sí, está llenita de
árboles.
Yo nací en esta ciudad porque mis
abuelos, que vivían en Armenia, querían estar más cerca de sus familias de
Mistrató y Santuario; sólo por eso. Pero yo, sin importar dónde esté, recordaré
la ciudad con sus virtudes y defectos, compararé todo con lo que siempre quise
tener. Una arboleda en Madrid con cualquier sucia calle adornada con cascos de bueyes
me traerá siempre a esta ciudad, las corrientes suecas y francesas serán
antepuestas por ríos con nombres indígenas y cualquier chalet de pinos con una
linda finca plagada de azaleas y azucenas en sus jardines.
Pero estoy aquí y también sufro
de fantasías alimentadas por la historia y la literatura de nuestras últimas
décadas. Las fotografías del archivo de Álvaro Camacho representan un
indiscutible patrimonio de lo que fue y ya nunca más será. Militares marchando
a través de una plaza, un árbol que resistió la lucha del cemento, el parque El
Lago cuando era un lindo y sucio charco de ranas, tranvías y amantes
despidiendo desde la estación a sus amigos, casas típicas del campo colombiano,
las putas de la catorce, los olvidados de los puentes, la droga en las
esquinas, las aves propias del territorio cafetero, los obreros encaramados en
un octavo piso, sacerdotes, poetas, el Caballero Gaucho, Lucy Tejada, Alba
Lucía Ángel, los fotógrafos olvidados de la plaza de Bolívar, mis fotos con mi
perro allí, los cantos a la aventura en La Florida, el cine en Comfamiliar, los
conciertos mensuales de la Banda Sinfónica en el Santiago Londoño, los idiomas,
el polvo, los orines, la mierda, la extrema afición al fútbol, los monos
barbudos, mi abuelo y su camisas de manga corta, el licor, las mulas, la
agricultura que motiló el paisaje, los pésimos gobernantes, la lucha entre la
razón y la tradición y, sobre todo, cuando sentimos a alguien cerca y no
podemos declarar más que “una ciudad es un mundo cuando se ama a uno de sus
habitantes”. Siento todo esto porque sé
que soy de una ciudad que me ha atrapado con sus virtudes y maldiciones, que,
aunque la literatura me haga fantasear demasiado sobre sus orígenes y la forma
como se ha construido, seguirá, como Ítaca,
haciéndome soñar en cada lugar hacia donde mis pasos se dirijan.
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