Yo
no debería estar escribiéndole a Gabo, pero uno de mis grandes amigos tiene que
hacerlo y no puede; lo leyó lo suficiente como para que el dolor de la noticia
quiebre la punta de su pluma, quiebre la voz con la que encomienda esta
columna.
Tengo esa extraña costumbre de casi no
leer a las mejores plumas mientras siguen en movimiento, no es parte de una
perversión, a veces es pura coincidencia. Los últimos dos grandes que leí
mientras vivían murieron a los días de terminar
su obra, como me pasó con “Caín” de Saramago, o mientras leía “Aura” de
Carlos Fuentes.
Varias veces intenté leer a Gabo, porque soy
colombiano, porque él lo era, por su amistad con Fidel, por el Nobel, las
excusas para abrir un libro de García Márquez eran muchas, pero parece nunca
fueron suficientes.
Los intentos fueron insistentes, empecé
con “El Otoño del patriarca” una vez que Héctor Abad tituló una columna suya en
clara alegoría al libro del Nobel y para referirse al verano de Don Álvaro
Uribe Vélez (El verano del patriarca), luego vino “El Coronel no tiene quién le
escriba”, también traté con “Memoria de mis putas tristes” y el intento casi
exitoso fue “El amor en los tiempos del cólera”, cuando iba en la mitad de la
lectura, en uno de esos casos extraños que podrían relatarse en sus páginas,
perdí el libro en medio de una apuesta de fútbol.
Yo no leí a Gabo, o bueno sí, leí un par
de sus grandes reportajes para El Espectador, lo leí en el discurso
apocalíptico del “Cataclismo de Damocles” y volví a leerlo en un par de sus
columnas, pero nunca he terminado de leer al Gabo del premio Nobel. He cometido
el error durante los 22 años de mi vida de no dejarme envolver por el realismo
mágico de Macondo, ni las mariposas amarillas de Aracataca.
Puede ser el mismo error por el que la
gente va a los almacenes a comprar zapatos de marca porque son “americanos”. Hoy
reconozco, me acuso como quien ha cometido un pecado, de que no he leído a uno
de los más grandes escritores que nos dio el siglo XX y por eso entonces
irrumpo en el palacio de sus letras antes de que me sacuda a mí el soplo de la
muerte, así como embistieron las puertas de la casa presidencial en los
primeros renglones de “El Otoño del patriarca”:
“Durante el
fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa
presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y
removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada
del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna
brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Solo entonces nos atrevimos a
entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían
los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal,
como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que
cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la
casa habían resistido a las lombardas de William Dampier”.
Espero que este abril fatídico que en un
mismo día se nos lleva a Gabriel García Márquez y a Cheo
Feliciano antes de que marque el 30 me permita cerrar gustoso un libro del
García Márquez, espero que los colombianos que me lean y que tampoco lo ha
leído aprovechen para hacerlo de igual forma, a ver si de una vez por todas
contamos con argumentos para hacerle los honores que sin leerlo sé que merece,
a ver si de paso engrosamos las cifras de libros leídos per cápita en el país.
Yo no leí a Gabo, pero voy a hacerlo, porque este país nos está dando señales
de que es tiempo de cambiar las cosas.
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