Yo
no debería estar escribiéndole a Gabo, pero uno de mis grandes amigos tiene que
hacerlo y no puede; lo leyó lo suficiente como para que el dolor de la noticia
quiebre la punta de su pluma, quiebre la voz con la que encomienda esta
columna.
Tengo esa extraña costumbre de casi no
leer a las mejores plumas mientras siguen en movimiento, no es parte de una
perversión, a veces es pura coincidencia. Los últimos dos grandes que leí
mientras vivían murieron a los días de terminar
su obra, como me pasó con “Caín” de Saramago, o mientras leía “Aura” de
Carlos Fuentes.
Varias veces intenté leer a Gabo, porque soy
colombiano, porque él lo era, por su amistad con Fidel, por el Nobel, las
excusas para abrir un libro de García Márquez eran muchas, pero parece nunca
fueron suficientes.

Yo no leí a Gabo, o bueno sí, leí un par
de sus grandes reportajes para El Espectador, lo leí en el discurso
apocalíptico del “Cataclismo de Damocles” y volví a leerlo en un par de sus
columnas, pero nunca he terminado de leer al Gabo del premio Nobel. He cometido
el error durante los 22 años de mi vida de no dejarme envolver por el realismo
mágico de Macondo, ni las mariposas amarillas de Aracataca.


Espero que este abril fatídico que en un
mismo día se nos lleva a Gabriel García Márquez y a Cheo
Feliciano antes de que marque el 30 me permita cerrar gustoso un libro del
García Márquez, espero que los colombianos que me lean y que tampoco lo ha
leído aprovechen para hacerlo de igual forma, a ver si de una vez por todas
contamos con argumentos para hacerle los honores que sin leerlo sé que merece,
a ver si de paso engrosamos las cifras de libros leídos per cápita en el país.
Yo no leí a Gabo, pero voy a hacerlo, porque este país nos está dando señales
de que es tiempo de cambiar las cosas.
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