Sí, esa expresión que resume dolor y desesperanza, la misma
con la cual el Nobel terminó su obra “El coronel no tiene quién le escriba”, se
ahoga en la garganta de millones en este momento.
Todos pensábamos que era eterno, una especie de Melquiades
que solo muere en la distancia, pero nunca en la inolvidable presencia de
quienes lo conocieron.
Ha muerto en su casa del sur de Ciudad de México. Lejos de
Aracataca, el pueblo con sus calles de abandono eterno; pero con Macondo, la
Aracataca de ficción, siempre anclada en el corazón.
Muere Gabo, el infinito, y se muere con él un poco de todos
los colombianos, gabófilos o gabófobos, por igual, que nos damos cuenta del
enorme vacío que dejará este hombre flaco que en los años 40 caminaba por los
vericuetos de La Cueva barranquillera contando la eterna historia de un libro
que iba a escribir o estaba escribiendo, ya ni se sabe, pero que en realidad ya
estaba plasmado en los huesos y labrado en la imaginación de este hombre
caribe.
Su mundo de ficción acompañará por siempre a los amantes de
la literatura y, por añadidura, a la humanidad entera, pues en él se cifran los
valores más grandes del ejercicio literario. Un fecundo creador que de seguro ya
se ganó un lugar de privilegio en la literatura universal.
Úrsula Iguarán, la esposa de José Arcadio Buendía en ese
libro biblia que es “Cien años de soledad”, seguro que lo espera en esa cita
inaplazable que dicta la vida. Úrsula, que amaneció muerta un Jueves Santo,
sonreirá para sus adentros al conocer la solidaridad de fecha final de su
creador, quien escogió para morirse el mismo día elegido por esta guajira hecha
de arena y voluntad pétrea.
Muere Gabo y, con él, buena parte de la presencia universal
de Colombia. Muere Gabo, pero no su memoria ni sus personajes, más vivos ahora
que nunca. ¡Larga vida al Gabo!
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