Por: Gloria Inés
Escobar Toro
La violencia en contra de las mujeres es brutal, creciente,
dolorosa, injustificada, diaria… Todos los días, desde todos los lugares del
planeta, llegan noticias sobre la violencia que sufren las mujeres desde su más
tierna infancia hasta la vejez. Todas estas noticias duelen, todas merecen
repudio, todas asquean; sin embargo, rechazar cualquiera de ellas resulta
siempre una tarea insuficiente e incompleta; por una acción violenta que se
rechace y condene hay millones que quedan en el silencio de la sociedad, de los
medios y por supuesto, en la más completa y cómplice impunidad.
Esta realidad
apabullante tiene también mil caras, todas igualmente condenables, pero quiero
referirme a una de las formas de violencia más cotidiana y más lamentable
porque no solo humilla y degrada a la mujer en la medida que la reduce a la
condición de simple objeto, sino que en muchos casos termina en muerte. Me
refiero a la violencia sexual.
Esta forma de violencia, contrario a lo que muchas voces
afirman, incluida la del señor Andrés Jaramillo (el dueño de Andrés Carne de
Res), no tiene nada que ver con el deseo sexual de las mujeres. Si una mujer
desea tener sexo y no tiene pareja o quiere una nueva puede insinuarse,
coquetear, vestirse sugerentemente, en fin, puede enviar señales que indiquen
su búsqueda de placer pero tal hecho que seguramente puede resultar desaprobado
por la “pulcra y recta moral” al juzgarse indecente o poco decoroso, jamás, bajo ninguna circunstancia,
puede ser tomado como una incitación o provocación a una violación.
La lógica perversa y retorcida en la que la víctima (mujer) se convierte en culpable y el
victimario (violador) en inocente, no es más que una justificación del acto
irracional y salvaje al que esta sociedad patriarcal empuja a los hombres a
tomar, cuando éste quiera, el cuerpo de esa “cosa” llamada mujer. Y no es que
el hombre escape a lo que una vez dijera Carl Sagan al explicar la importancia
del neocortex en la evolución humana: “el ser humano no está ya más a merced
del cerebro de reptil”, sino que la cultura nuestra, totalmente falocéntrica,
educa en la discriminación y pone al hombre en un lugar de poder y dominio y a
la mujer en el de subordinación y sumisión; al hombre lo valora como ser y a la
mujer como cosa. Así que esa idea absurda hasta el límite -de que la mujer
provoca la violación- no puede florecer más que en una sociedad que ha enseñado
que la mujer es para usarla como un objeto más.
Y que esto es así lo ratifica la violación consagrada bajo
la bendición sagrada del matrimonio en la que a la esposa se le exige el
cumplimiento del llamado “deber conyugal” que no es más que la legitimación,
por vía divina, del sometimiento sexual de ésta al deseo del hombre, lo que en
otras palabras no es más que una violación.
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