Déficit ético
Por Carlos
Victoria
Distintas
encuestas y estudios empíricos demuestran cada vez más que amplios sectores de
la sociedad, y en particular de la opinión pública, son más desconfiados y
escépticos frente al accionar de los funcionarios públicos, agravando la crisis
de legitimidad y abriendo las compuertas de la indignación ciudadana. Es lo
menos que se podría esperar en una sociedad castigada por la alta concentración
del poder.
La
depresión de las variables del capital social, en términos de la pérdida de
confianza en las instituciones y responsables públicos, son el reflejo de un
modelo de gestión centrado, en el caso colombiano, en dos pilares que han
desfigurado la construcción de la nación: el autoritarismo y el clientelismo.
Por esta vía la modernidad quedó truncada, porque ambos pivotes hacen de sostén
a la corrupción política y administrativa.
La
Constitución de 1991 le apostó a un Estado participativo, pero no previó la
audacia del amplio repertorio de mafias enquistadas en torno a la caza de
rentas, por ejemplo. Los diversos modelos de accountability
han resultado inocuos frente a la dimensión de una problemática que arrastramos
desde la Colonia y que hoy se agudiza mucho más ante las disyuntivas de la
globalización y los designios del mercado.
La
rotación en el poder, una de las condiciones que da cuenta de la calidad de la
democracia en una sociedad moderna, dejó de ser una regla para convertirse en
una práctica hostil a todo lo que signifique transparencia y probidad en el
contexto del desempeño de las instituciones. Por el contrario, lo que se
volvió norma fue un auténtico parasitismo burocrático asociado a diversas
variables de control social y política excluyente.
Los
que capturan distintas instancias del Estado no solo aspiran al poder y la
riqueza, también pretenden reducir su riesgo de exposición penal,
legitimidad política y reconocimiento social, como lo afirma Garay. Para esto
no se requiere estar necesariamente por fuera de la Ley, pero sí a merced a
ella cuando la arbitrariedad se expande a través de infinidad de laberintos y
redes, como los que se prodigan desde los partidos políticos en el poder.
El
silencio, el miedo y la salida, según Hirchsman, no deben ser la respuesta de
la comunidad porque coadyuvan a un consenso asimétrico de los intereses
públicos. Los contrapesos sociales
tienen la difícil misión de ayudar a superar el déficit ético y de paso
restablecer un ordenamiento democrático que enfrente el desequilibrio de los
poderes y sus abusos. Menos mal que algunos sectores sociales buscan remediar
esta situación, así sea desde la sanción moral. Un recurso que jamás podrán
cooptar los corruptos, por más sagaces que sean.
La Constitución de
1991 le apostó a un Estado participativo, pero no previó la audacia del amplio
repertorio de mafias enquistadas en torno a la caza de rentas, por ejemplo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario