Miguel Álvarez de los Ríos vive en un apartamento junto con
su cuñada, quien se mantiene al tanto de su cuidado. Viudo desde las 6:25 de la
noche del sábado 14 de mayo del 2005, recuerda cada día a su esposa Eunice
Ramírez. Ese día, un reloj quedó por siempre estacionario.
Sin importar el lugar que muestre al visitante, luce impecable
con un vestido completo que incluye saco oscuro que tiene
en la solapa un botón de la Universidad del Rosario,
donde estudió criminología.
“No sé cómo he podido vivir estos ocho años…”, dice mientras
agacha la mirada y se toca la nariz para detener un poco las lágrimas que quisieran
salir a explorar los surcos que marcan
la geografía de su rostro. Después, el silencio inunda el apartamento al que se
trasladó hace poco. Allí, en cada espacio, habitan los recuerdos como luces que
iluminan el pasado; para no olvidarlo, para sobrevivir a su lado.
Su antigua máquina manual de escribir, marca Crown y todavía
en uso, se encuentra en el apartado que reserva como lugar de estudio. Ella
guarda en el teclado las huellas dejadas por sus hijos cuando apenas empezaban
a caminar y jugaban con ser escritores. Uno de ellos, Juan Miguel, se dedicó al
periodismo y es el único que siguió las huellas del padre, uno de los más
destacados escritores, intelectuales y periodistas de Risaralda.
Viajó por varios países, siempre con su esposa al lado.
Sobre ella, con el dolor de saberse abandonado por completo y para siempre,
acierta a decir: “era mi alma gemela”. Y el aire, tablero de las penas íntimas,
se rompe con el imaginario sonido de uno de los boleros que más le gustan: “Si
yo encontrara un alma como la mía”, interpretado por Nicolás Urcelay. Añade:
“en cada cara que conozco y en cada cara que trato, siempre está ella presente”.
Hoy queda la compañía de su cuñada y de sus seis hijos: Carmen
del Pilar, Claudia, Alejandra Eugenia, Luis Miguel, Juan Manuel y Juan Miguel,
los cuales viven en varias ciudades del país y el exterior. También, dispuestos
por todos los lugares imaginables –hasta en el baño–, permanecen otros
acompañantes siempre fieles: centenares de libros escritos en varios idiomas.
Vivir, recordar
Sus rutinas simples le permiten esperar cada día con
sobriedad. A las cinco de la mañana ya está en pie, una costumbre adquirida
desde la infancia y que nunca ha abandonado. Luego viene su particular
desayuno: jugo de melocotón con pan molde de Bon Marché. No toma café, pero
sigue comprando la marca que consumía su esposa.
Se considera amante de los sancochos, de la carne gorda, el
queso campesino y el buen aguardiente. Por contraste, Don Miguel le rehuye
a las siestas, los “frisoles”, el
chontaduro y el coco. Habla con tranquilidad mientras acomoda varios
recipientes de peltre ubicados en su pequeña cocina.
Don Miguel, como lo llaman con respeto sus habituales
contertulios de las tardes en un café del Bolívar Plaza, es un hombre de 78
años que se ha tragado muchos mares a través del intenso azul de sus ojos,
herencia de lejanos ancestros europeos.
Por último, mostrándose solo, de costilla a costilla, recita
sin vacilación, antes de despedirnos, un fragmento de “La vía dolorosa”, del
valluno Carlos Villafañe:
Yo mismo la enterré, yo mismo un día
cerré sus ojos a la luz terrena
y enjugué de su frente de azucena
el lívido sudor de la agonía.
Es un recuerdo blanco: todavía
la nombro en el silencio de mi pena;
descanse en el Señor... ¡si era tan
buena!
duerma en mi corazón... ¡si era tan
mía!
Afuera llueve sin pausa, mientras el teléfono no para de
timbrar. Adentro, un hombre enjuto llueve en su interior y está seguro de que
no contestará.
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