Editorial:
Sobre
el Gobierno y el arte de navegar mucho han escrito en el pasado. Incluso, desde
los tiempos de la Edad Antigua ya se encuentran tratados al respecto en
Mesopotamia. Ni hablar en los épocas actuales, donde Gobernar ya se llama
Administrar, para darle un carácter gerencial, muy a tono con los ordenamientos
donde impera el lucro sobre cualquiera otra premisa.
Nadie,
en todo lo que se ha escrito, ha dicho que Gobernar sea fácil, mucho menos
sencillo. Tampoco navegar lo es. En realidad, tienden a ser más complejo de lo
que parece, con el agravante de que las condiciones globales se han tornado zozobrantes
en un tejido de relaciones e intereses cada vez más intrincados.
La
política es el arte de Gobernar y de regir, a través de las leyes, los destinos
de los pueblos. Navegar es conducir a un
buen puerto a la tripulación y a los pasajeros. Eso nos enseñaron desde hace
unos cuantos siglos. Pero tal parece que esa noción se ha desvirtuado por
completo, en la medida en que los políticos actuales parecieran no conocer o
entender este “arte”, para en cambio empobrecerlo y reducirlo a una simple
actividad que busca el pago de favores y, sobre todo, el lucro personal. Y ya
los capitanes encallan los cruceros mediterráneos mientras se dedican a brindar
con sus amantes.
Gobernar,
además, exige carácter, reciedumbre y alta capacidad de tomar decisiones,
asumiendo sus consecuencias. Y todos ellos son atributos escasos entre la clase
dirigente contemporánea. Apenas quedan arlequines que se mueven al ritmo de las
encuestas o, en otros casos, al son de los intereses de sus mecenas políticos.
Incluso, los capitanes se desentienden mientras funcionan el piloto automático
y los sistemas de posicionamiento satelital.
Gobernantes
recios y capitanes decididos han quedado anclados en el pasado. Restan, siempre
visibles, muchos ambiciosos administradores de microempresas electorales y
también marineros marcados por la despreocupación. Se ufanan de drásticos, de
imponer el “imperio de la ley”, pero no son más que piltrafas de seres humanos.
Enanos físicos y morales. No hay líderes. Eso es evidente.
¿Pero
qué pueden hacer los pasajeros de este naufragio en cámara lenta? Al parecer,
lo más evidente: luchar por salvar sus vidas. Otros pasajeros, un poco
suicidas, pero plenos de solidaridad, intentarán salvar del naufragio a la
mayor cantidad posible de ciudadanos pasajeros.
Salvarse
y salvar permitirán la inmediata sobrevivencia colectiva. Luego, no queda más
que el retiro del respaldo para aquellos que no supieron ser grandes cuando la
oportunidad histórica se los exigió. Y, por supuesto, que los tribunales se
encarguen de cobrarles en justicia la rapacidad y despreocupación.
En fin,
lo frustrante es ver a un pusilánime gobernante haciendo el papel de mascarón
de proa de un barco que se hunde. Mientras tanto, el dueño del tesoro ya ha
esquilmado lo que quedaba poniéndolo a buen recaudo. El tonto arlequín pagará
en solitario el precio del desastre.
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