Para millones de colombianos lo ocurrido el jueves
23 en La Habana es un hecho más dentro del laberinto de circunstancias adversas
que deben soportar como fruto de un sistema que escasamente les provee la lata.
Por eso entre escepticismo e indiferencia confunden paz con el fin de la
guerra. ¿cuál guerra se preguntan?.
¿Usted cree en eso? me preguntó una mujer que lleva
años vendiendo periódicos, dulces y monitas en el centro de Pereira. Eso fue
este sábado. Me encantó la pregunta porque así como ella, la gente dejó de
creer en tanta promesa, pactos (entre ellos los de la transparencia), acuerdos
y anuncios.
Le respondí con otro interrogante: ¿y por qué no
creer?. La cosa terminó así. Cogí El Espectador y seguí caminando. Me
fui pensando en la pregunta que me hizo. La repasé y recordé que las preguntas
son las que realmente importan, y las que finalmente ayudan a cribar las
circunstancias. A discernir.
Caí en cuenta que la guerra más cercana que tienen
los habitantes de las principales ciudades del país no es precisamente la que
han librado guerrillas, paramilitares y fuerza pública. Es la guerra urbana que
día a día pone su cuota de sangre y víctimas. La mayoría jóvenes de barriadas
sin más presente y futuro que usar un arma para sobrevivir.
En 1985 cuando el M 19 negoció su desmovilización
con el gobierno de Betancur lo más exótico fueron los llamados campamentos
de paz levantados en sectores populosos donde lo que pululaba era la
miseria. Se los llevó el viento de la reacción. Y todo siguió igual y peor. Las
guerrillas se refundieron en el monte.
Hoy 30 años después es probable que la guerra rural
adquiera un viraje distinto y se transforme en una inusitada reconciliación.
Pero la guerra urbana, la más cercana a nosotros, está ahí vivita y coleando.
Con su cuota de muertos y desplazados (internos). Tiene un problema: esa no se
negocia con “actores armados”, sino con políticos que viven de ella para
sostener su estatus.
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