martes, 18 de febrero de 2014

Señales / Barrios: La piedra del amor

Muchos amores se han fraguado en la superficie de una piedra que
 ya es imposible quitar, pues sobre ella está una de las 
columnas de una vivienda.
El amor, ese objeto intangible que hace más creíble la vida, es el centro de las acciones cotidianas. Por amor, cada mañana es una nueva promesa, una oportunidad de redención que nos espera allí, a la vuelta a la esquina o en la mitad de una cuadra, en una piedra.

Los enamorados necesitan un punto de encuentro, un lugar que sea refugio para sus citas, en donde mirarse a los ojos con absoluto arrobamiento es el fin único de ese tiempo congelado surgido del mutuo placer de tener cerca a la persona que completa el universo personal, pues, al fin de cuentas, “una ciudad se hace un mundo cuando se ama a uno de sus habitantes”, como sabiamente lo afirma Lawrence Durrell.

Esos refugios para el mutuo hallazgo siempre han existido y la literatura da cuenta de sobra al respecto: el balcón, espacio que separa y a la vez une a Romeo y Julieta; el aula que servía como excusa a Pedro Abelardo y Heloísa… en fin, sería infinito enumerar los espacios de encuentro que sirven como cómplices en el amor; algunos de ellos cotidianos; otros, ocultos a la mirada juzgadora y, unos cuantos más, sitios inverosímiles para tal propósito.

Entre ellos está “La piedra del amor”. En un popular sector aledaño al San Jorge, principal hospital público de la ciudad, para mejores coordenadas la carrera segunda bis con calle 34B, una calle sirve de escenario para otro más de esos lugares atípicos.

Casi en la mitad de la cuadra se encuentra una enorme roca que sirve de límite a dos casas, una piedra que incluso se entromete con las habitaciones de las mismas, pero que también tiene su protuberante inmersión en la calle, ocupando el andén. Esa roca, según los expertos, se originó en erupciones volcánicas de la era Terciaria que desparramaron corrientes magmáticas en el llamado valle consecuente del río Otún y quedaron fijados como enormes mojones que declaran la supremacía de la naturaleza sobre los humanos.

Pero más allá de explicaciones técnicas, lo que llama la atención es el uso que se le da a esta enorme piedra, como la denomina María Ruth Valencia, quien nació hace 50 años en una de las casas adyacentes. Para ella, se tornó en algo natural tener en la fachada de su residencia –llamada “la casa de la piedra”– y también en el comedor del hogar la visita de esta roca volcánica. Más aún, le parece picaresco el uso que muchos de los jóvenes le dan a la piedra: ella es el punto de encuentro para más de una cita amorosa.

Esa masa voluminosa, pintada de manera milimétrica con los colores correspondientes a cada una de las casas que invade, hace de la geografía de esta calle una especie de álbum de lo extraño, de lo insólito.

Atrevida, sin respeto alguno, la piedra del amor
se erige entre dos viviendas y se lanza a la calle para
servir de punto de encuentro de los enamorados.
Docenas, quizás centenares, de amores se han fraguado allí en la extensa historia del barrio, uno de los más antiguos de la ciudad. Aristarco y Belarmina, Ignacia y Jesús, Carlos y Patricia, Leidy y Yonier, Sebas y Andrés… todos ellos han tenido en esta piedra un refugio en las horas del día o a altas horas de la madrugada para confesarse su amor, ese sentimiento que los hace comparables con los dioses y que, por fugaces momentos, permite la comprensión de lo que es infinito.

Pero ella no solo es o fue el lugar de encuentro para los adolescentes y adultos, también los niños –posibles frutos de esos pasados encuentros– hallan en su esquiva altura un reto para los juegos, esos mismos que transforman en castillo su aparente imponencia vista por los ojos de un pequeño de escasos cuatro años de edad. Incluso, su arrugada corteza milenaria se transforma en escarpada carretera por donde transitan las llantas de plástico de los carros infantiles.

La tranquilidad del barrio, con varias casas construidas sobre sólidas masas rocosas que fue imposible remover, tiene en “La piedra del amor” un referente que permite a los vecinos ser testigos involuntarios de promesas, ruegos, besos apasionados y abrazos asfixiantes que pretender atrapar al fugaz objeto del deseo.

Muchos han querido desmantelar este refugio del amor, pero por diversas circunstancias nunca lo han logrado. De hecho, alguna vez la protuberante roca inmiscuida en una de las casas terminó siendo pulida para convertirse en la cama de uno de sus habitantes o, quizá, de una pareja enamorada que selló en su sólida superficie la unión de cuerpos y almas que es el fin último del amor.



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