Muchos amores se
han fraguado en la superficie de una piedra que
ya es imposible quitar, pues
sobre ella está una de las
columnas de una vivienda.
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El amor, ese objeto intangible que hace más
creíble la vida, es el centro de las acciones cotidianas. Por amor, cada mañana
es una nueva promesa, una oportunidad de redención que nos espera allí, a la
vuelta a la esquina o en la mitad de una cuadra, en una piedra.
Los enamorados
necesitan un punto de encuentro, un lugar que sea refugio para sus citas, en donde
mirarse a los ojos con absoluto arrobamiento es el fin único de ese tiempo
congelado surgido del mutuo placer de tener cerca a la persona que completa el
universo personal, pues, al fin de cuentas, “una ciudad se hace un mundo cuando
se ama a uno de sus habitantes”, como sabiamente lo afirma Lawrence Durrell.
Esos refugios
para el mutuo hallazgo siempre han existido y la literatura da cuenta de sobra
al respecto: el balcón, espacio que separa y a la vez une a Romeo y Julieta; el
aula que servía como excusa a Pedro Abelardo y Heloísa… en fin, sería infinito
enumerar los espacios de encuentro que sirven como cómplices en el amor;
algunos de ellos cotidianos; otros, ocultos a la mirada juzgadora y, unos
cuantos más, sitios inverosímiles para tal propósito.
Entre ellos está
“La piedra del amor”. En un popular sector aledaño al San Jorge, principal
hospital público de la ciudad, para mejores coordenadas la carrera segunda bis
con calle 34B, una calle sirve de escenario para otro más de esos lugares
atípicos.
Casi en la mitad
de la cuadra se encuentra una enorme roca que sirve de límite a dos casas, una
piedra que incluso se entromete con las habitaciones de las mismas, pero que
también tiene su protuberante inmersión en la calle, ocupando el andén. Esa
roca, según los expertos, se originó en erupciones volcánicas de la era
Terciaria que desparramaron corrientes magmáticas en el llamado valle
consecuente del río Otún y quedaron fijados como enormes mojones que declaran
la supremacía de la naturaleza sobre los humanos.
Pero más allá de
explicaciones técnicas, lo que llama la atención es el uso que se le da a esta
enorme piedra, como la denomina María Ruth Valencia, quien nació hace 50 años en
una de las casas adyacentes. Para ella, se tornó en algo natural tener en la
fachada de su residencia –llamada “la casa de la piedra”– y también en el
comedor del hogar la visita de esta roca volcánica. Más aún, le parece
picaresco el uso que muchos de los jóvenes le dan a la piedra: ella es el punto
de encuentro para más de una cita amorosa.
Esa masa
voluminosa, pintada de manera milimétrica con los colores correspondientes a
cada una de las casas que invade, hace de la geografía de esta calle una
especie de álbum de lo extraño, de lo insólito.
Atrevida, sin respeto
alguno, la piedra del amor se erige entre dos viviendas y se lanza a la calle para servir de punto de encuentro de los enamorados. |
Docenas, quizás
centenares, de amores se han fraguado allí en la extensa historia del barrio,
uno de los más antiguos de la ciudad. Aristarco y Belarmina, Ignacia y Jesús,
Carlos y Patricia, Leidy y Yonier, Sebas y Andrés… todos ellos han tenido en
esta piedra un refugio en las horas del día o a altas horas de la madrugada
para confesarse su amor, ese sentimiento que los hace comparables con los dioses
y que, por fugaces momentos, permite la comprensión de lo que es infinito.
Pero ella no solo
es o fue el lugar de encuentro para los adolescentes y adultos, también los
niños –posibles frutos de esos pasados encuentros– hallan en su esquiva altura
un reto para los juegos, esos mismos que transforman en castillo su aparente
imponencia vista por los ojos de un pequeño de escasos cuatro años de edad.
Incluso, su arrugada corteza milenaria se transforma en escarpada carretera por
donde transitan las llantas de plástico de los carros infantiles.
La tranquilidad
del barrio, con varias casas construidas sobre sólidas masas rocosas que fue
imposible remover, tiene en “La piedra del amor” un referente que permite a los
vecinos ser testigos involuntarios de promesas, ruegos, besos apasionados y
abrazos asfixiantes que pretender atrapar al fugaz objeto del deseo.
Muchos han
querido desmantelar este refugio del amor, pero por diversas circunstancias nunca
lo han logrado. De hecho, alguna vez la protuberante roca inmiscuida en una de
las casas terminó siendo pulida para convertirse en la cama de uno de sus
habitantes o, quizá, de una pareja enamorada que selló en su sólida superficie
la unión de cuerpos y almas que es el fin último del amor.
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