miércoles, 24 de octubre de 2012

Seguridad / Vigilantes

Con el ojo bien puesto



Celador, celacho, celoso o, simplemente, cela, son los nombres con los que se llama a esos hombres que a diario exponen su integridad para defender el patrimonio y la vida de otros.


Parados en una esquina, con la mirada puesta en algo que nadie parece estar viendo, o sentados tras una recepción que parece blindarlos de cualquier mirada escrutadora, permanecen estos hombres (sí, porque las mujeres son una inmensa minoría).

Sus turnos van desde las ocho horas continuas convencionales, hasta extenuantes jornadas de 12 horas, con ocho de descanso y regreso a la faena. Pero siempre están allí, como presencias que nunca terminan de prolongar su sombra sobre los duros pavimentos de las calles o las finas baldosas de la entrada al edificio.


En la calle

Visten de azul los de la calle, con trajes que parecen haber conocido mejores días y peores tratos. Su traje tiene la apariencia de haber sido usado toda la vida, pegado a su cuerpo y con un color azul que nunca es intenso, es un azul desteñido a golpe de sol, de trasegares inclementes por calles que brillan bajo la luz de una bola de fuego que a veces quisiera aplastarlos. O, quizá, un azul que se derrite ante los rayos de una luna solitaria que ilumina un aire sereno –también les dicen así, serenos- que se cuela entre los pliegues del azul para evaporarlo con el frío que desdibuja el tono original.

Desde la distancia es fácil reconocerlos, de hecho se convierten en una figura anhelada en ciertos lugares o en solitarias horas nocturnas. Están allí, y ante la ausencia de policías, se convierten en la única salvaguarda de caminantes o residentes. En esos momentos ellos son la ley, son el muelle donde el ciudadano ancla sus esperanzas de no ser asaltado.

Pero también son desconfiados, herencia de su anterior labor como campesinos. Amables con el extraño que saluda, pero con aire distante, como si esperaran lo peor en cualquier momento. Siempre alertas, si notan a alguien que viene hacia ellos, giran la cabeza con disimulo o, con agilidad, cambian de acera para evitar la cercanía. No es descortesía, es seguridad. Mejor, falta de seguridad, pero pública, no de ellos.

Don Jesús, “Chucho” para los del barrio, es quien deambula por estas calles vestido de azul, apenas contando con su fuerza, astucia y un negro mazo de madera –el bastón de mando- que es casi un objeto simbólico ante las sofisticadas armas de las que hacen gala los ladrones –desde el más calanchín hasta los capos-.


Siga usted

Buenos días, cómo está…, con mucho gusto, son algunos de los términos empleados por los vigilantes de edificios y locales comerciales. Casi siempre sentados, pendientes de monitores que difunden imágenes de múltiples cámaras, o atendiendo el citófono. Ser atentos pareciera uno de sus requisitos básicos.

La tarea, en apariencia fácil, se complica por el tráfico de personas de toda índole que de manera sucesiva ven en él a múltiples personas: el amigo solidario, el lagarto, el chismoso, el enemigo que los avienta con la administración, el desocupado, el todero… en fin, cada quien ve lo que le gustaría ver.

Su jornada transcurre entre estar atento a los requerimientos de los visitantes, algunos de ellos descabellados, como aquel del vendedor de la esquina que le pide el favor de guardar su carro de dulces en un rincón del parqueadero o el familiar descarado de uno de los residentes, solicitando le haga el favor de dejarlo parquear su carro por un “ratico no más”. Tampoco falta la vecina que lo llama insistente para que suba a abrirle una puerta trabada o a ayudarla con un pesado mueble.

Todas estas peticiones, por fuera de su función normal, lo ponen en aprietos, pues aunque el corazón le dicte el sí, las reglas le imponen el no como respuesta. Y acá empieza la cosecha de enemigos gratuitos que no entienden las dificultades de esta labor.

Él es Jorge, el esposo y padre que sueña con un futuro mejor para su familia, con poder algún día habitar uno de esos apartamentos y salirse para siempre de la vivienda miserable ubicada en una perdida calle de un barrio periférico, perdido entre el campo y las primeras manzanas de la ciudad ajena.

El celador, un ser anónimo al que todos reconocen, pero al que pocos ven mientras corren con sus compromisos diarios. 

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