miércoles, 10 de octubre de 2012

Editorial / Vecinos


Editorial


Paz

Inicia el gobierno colombiano una nueva ronda de conversaciones con las Farc, una iniciativa que desde hace dos años se gestionaba con una agenda previa definida, pero desconocida por la opinión pública. Lo novedoso, en esta oportunidad, es el acompañamiento decidido de países como Venezuela, Cuba, Noruega y Chile. Extraña, eso sí, la ausencia de Brasil, el gran coloso latinoamericano y con gran influencia en la geopolítica regional.

Diálogos con los grupos insurgentes ha habido muchos. Desde los fugaces encuentros entre el gobierno independentista y las tropas indígenas de Agustín Agualongo, hasta las más recientes de Santa Fe de Ralito, Colombia ha presenciado una seguidilla de encuentros entre el gobierno de cada época y diferentes actores armados.

En el siglo 20 los encuentros de Guadalupe Salcedo con Rojas Pinilla, luego los de Belisario Betancur con el M-19, los de Casa Verde en el gobierno Gaviria Trujillo, los de Tlaxcala, Maguncia y Caracas, por no comentar los del Caguán, han marcado una senda de diálogos, en buena medida frustrados. Y esa es la médula del asunto.

El país, casi de manera unánime, está convencido de la paz como necesidad, pero el sabor amargo del desengaño parece pesar demasiado: el pesimismo abruma por su arraigamiento entre amplios sectores.

Y en esa medida, la confianza en un nuevo proceso de negociación debe partir de algo bien importante: claridad en la agenda y transparencia en los diálogos, con la necesaria prudencia exigida por un proceso delicado en sí mismo, mucho más ahora que los enemigos declarados de ese diálogo no desperdician oportunidad para amplificar los errores y minimizar los aciertos que se hayan dado.

El gobierno del Presidente Santos ha hecho una apuesta, que de seguro tendrá un gran costo político para el mandatario que puede poner en entredicho su reelección, pero también lo enruta en el perfil que siempre ha soñado: cimentar la imagen de estadista y, si las cosas se dan, en el hombre que pactó la paz con la guerrilla activa más antigua del mundo.

La guerra es un muy buen negocio, díganlo si no los mismos actores armados –legales e ilegales-  pero el mayor negocio es ofrecer un país en paz, un país donde invertir no sea una especie de apuesta al vacío, donde en realidad sea una posibilidad que llene de optimismo. Un país mejor donde no haya territorios vedados, donde los niños en vez de dibujar fusiles lancen al aire palabras que dancen como la música que tanta falta hace en sociedades civilizadas.

Apostar por la paz debe ser un compromiso, pero también una responsabilidad, por no hablar del derecho que significa su logro y mantenimiento. Vivir en paz, dialogar, reencontrarse, perdonar, hacer justicia, atender a las víctimas… verbos que expresan la construcción de un país que hasta ahora no ha sido posible. 

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