Editorial
Paz
Inicia el
gobierno colombiano una nueva ronda de conversaciones con las Farc, una
iniciativa que desde hace dos años se gestionaba con una agenda previa
definida, pero desconocida por la opinión pública. Lo novedoso, en esta
oportunidad, es el acompañamiento decidido de países como Venezuela, Cuba,
Noruega y Chile. Extraña, eso sí, la ausencia de Brasil, el gran coloso
latinoamericano y con gran influencia en la geopolítica regional.
Diálogos con los
grupos insurgentes ha habido muchos. Desde los fugaces encuentros entre el
gobierno independentista y las tropas indígenas de Agustín Agualongo, hasta las
más recientes de Santa Fe de Ralito, Colombia ha presenciado una seguidilla de
encuentros entre el gobierno de cada época y diferentes actores armados.
En el siglo 20
los encuentros de Guadalupe Salcedo con Rojas Pinilla, luego los de Belisario
Betancur con el M-19, los de Casa Verde en el gobierno Gaviria Trujillo, los de
Tlaxcala, Maguncia y Caracas, por no comentar los del Caguán, han marcado una
senda de diálogos, en buena medida frustrados. Y esa es la médula del asunto.
El país, casi de
manera unánime, está convencido de la paz como necesidad, pero el sabor amargo
del desengaño parece pesar demasiado: el pesimismo abruma por su arraigamiento
entre amplios sectores.
Y en esa medida,
la confianza en un nuevo proceso de negociación debe partir de algo bien
importante: claridad en la agenda y transparencia en los diálogos, con la
necesaria prudencia exigida por un proceso delicado en sí mismo, mucho más
ahora que los enemigos declarados de ese diálogo no desperdician oportunidad
para amplificar los errores y minimizar los aciertos que se hayan dado.
El gobierno del
Presidente Santos ha hecho una apuesta, que de seguro tendrá un gran costo
político para el mandatario que puede poner en entredicho su reelección, pero
también lo enruta en el perfil que siempre ha soñado: cimentar la imagen de
estadista y, si las cosas se dan, en el hombre que pactó la paz con la
guerrilla activa más antigua del mundo.
La guerra es un
muy buen negocio, díganlo si no los mismos actores armados –legales e ilegales-
pero el mayor negocio es ofrecer un país en paz, un país donde invertir no
sea una especie de apuesta al vacío, donde en realidad sea una posibilidad que
llene de optimismo. Un país mejor donde no haya territorios vedados, donde los
niños en vez de dibujar fusiles lancen al aire palabras que dancen como la
música que tanta falta hace en sociedades civilizadas.
Apostar por la paz debe ser un compromiso, pero también una
responsabilidad, por no hablar del derecho que significa su logro y
mantenimiento. Vivir en paz, dialogar, reencontrarse, perdonar, hacer justicia,
atender a las víctimas… verbos que expresan la construcción de un país que
hasta ahora no ha sido posible.
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