El
poder de la carne
Por: Carlos Victoria
Los tres animales que jugaron
un papel determinante de la conquista española en América fueron el hidalgo (el
noble español), el cerdo y el caballo, según sostiene en su obra Alfred W.
Crosby (1991). Los herederos de los tres se dieron cita el pasado 1 de
septiembre en el llamado desfile de caballos, que de desfile no tuvo nada, y
menos de cabalgata. La montonera, como siempre ocurre con este tipo de eventos,
se impuso en medio del licor, la silicona y una atmósfera donde el poder de la
carne transpiraba por doquier.
En vísperas del
sesquicentenario de la ciudad es menester recordar que el caballo antes que nada, en principio, fue
un aterrador instrumento de guerra en poder de los ibéricos, luego como medio
de transporte y más tarde bastión de la expansión de la industria ganadera. El
caballo fue símbolo de terror, sobre el cual se cometieron infinidad de
masacres: “Un solo caballo podía aterrorizar, y en efecto lo hacía, a grandes
multitudes de indios”, subraya este autor.
Por supuesto que estas
reflexiones y citas no se cavilan ante una tradición que ha tenido arraigo por
efecto y reflejo, finalmente, del poder simbólico, pero también real, asociado
a la dominación de élites terratenientes en todo el país, como bien lo
documentan diversos estudios pero especialmente en El poder de la carne, cuyo editor Alberto G. Flórez Malagón, deja
entrever que en estos festines lo que se exalta son las representaciones de
dominación histórica.
Las cabalgatas hacen
parte de ese repertorio de las representaciones del mundo rural y especialmente
de la hacienda ganadera, institución que dio cuenta de la concentración del
poder latifundista en los valles interandinos, en la costa atlántica y los
llanos orientales. Y por supuesto, arrastra consigo un legado social y cultural
en el que el exhibicionismo de viejo y nuevo estirpe se da cita ante miles de
espectadores, cual vasallos del siglo XXI.
A medida que el negocio
de los sicotrópicos se entronizó en la sociedad colombiana, este tipo de
eventos en lugar de despertar la admiración del publicó se tornó en un
mecanismo de reafirmación hegemónica de su influencia en sectores de la
sociedad permeados por lo que Marco Palacios (2012) denomina imágenes de poder.
Sin caer en el fatalismo estigmatizador, los imaginarios simplemente discurren entre
el país del café (fiestas de la cosecha)
y el país de esa industria ilegal.
Resulta por demás
divertido observar cómo muchos se rasgan las vestiduras ante la tolerancia
institucional alrededor estos festejos en los que los poderes pueblerinos hacen
de la calle su vitrina, doblegando bajo su rienda cualquier atisbo de autoridad
oficial. Como en todo en teatro la tragedia hace parte del libreto: a muy pocos
les pudo importar la muerte de un caballo de alquiler y las heridas a otros, a
costa de un jolgorio que solo recuerda una cosa: la bestialidad que adquiere en
nuestro cuerpo una cultura aplastante.
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