jueves, 11 de octubre de 2012

Columna / Vecinos


El poder de la carne

Por: Carlos Victoria

Los tres animales que jugaron un papel determinante de la conquista española en América fueron el hidalgo (el noble español), el cerdo y el caballo, según sostiene en su obra Alfred W. Crosby (1991). Los herederos de los tres se dieron cita el pasado 1 de septiembre en el llamado desfile de caballos, que de desfile no tuvo nada, y menos de cabalgata. La montonera, como siempre ocurre con este tipo de eventos, se impuso en medio del licor, la silicona y una atmósfera donde el poder de la carne transpiraba por doquier.

En vísperas del sesquicentenario de la ciudad es menester recordar que  el caballo antes que nada, en principio, fue un aterrador instrumento de guerra en poder de los ibéricos, luego como medio de transporte y más tarde bastión de la expansión de la industria ganadera. El caballo fue símbolo de terror, sobre el cual se cometieron infinidad de masacres: “Un solo caballo podía aterrorizar, y en efecto lo hacía, a grandes multitudes de indios”, subraya este autor.

Por supuesto que estas reflexiones y citas no se cavilan ante una tradición que ha tenido arraigo por efecto y reflejo, finalmente, del poder simbólico, pero también real, asociado a la dominación de élites terratenientes en todo el país, como bien lo documentan diversos estudios pero especialmente en El poder de la carne, cuyo editor Alberto G. Flórez Malagón, deja entrever que en estos festines lo que se exalta son las representaciones de dominación histórica.

Las cabalgatas hacen parte de ese repertorio de las representaciones del mundo rural y especialmente de la hacienda ganadera, institución que dio cuenta de la concentración del poder latifundista en los valles interandinos, en la costa atlántica y los llanos orientales. Y por supuesto, arrastra consigo un legado social y cultural en el que el exhibicionismo de viejo y nuevo estirpe se da cita ante miles de espectadores, cual vasallos del siglo XXI.

A medida que el negocio de los sicotrópicos se entronizó en la sociedad colombiana, este tipo de eventos en lugar de despertar la admiración del publicó se tornó en un mecanismo de reafirmación hegemónica de su influencia en sectores de la sociedad permeados por lo que Marco Palacios (2012) denomina imágenes de poder. Sin caer en el fatalismo estigmatizador, los imaginarios simplemente discurren entre el país del café (fiestas de la cosecha) y el país de esa industria ilegal.

Resulta por demás divertido observar cómo muchos se rasgan las vestiduras ante la tolerancia institucional alrededor estos festejos en los que los poderes pueblerinos hacen de la calle su vitrina, doblegando bajo su rienda cualquier atisbo de autoridad oficial. Como en todo en teatro la tragedia hace parte del libreto: a muy pocos les pudo importar la muerte de un caballo de alquiler y las heridas a otros, a costa de un jolgorio que solo recuerda una cosa: la bestialidad que adquiere en nuestro cuerpo una cultura aplastante. 

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